Cada hombre es una raza

Muerto sin cura, amor sin remedio. Al fin y al cabo, ?cuánto tiene la viudez de orfandad?, ?cuánto se desnuda la existencia, dejando a la persona con el ombligo en la mano? Los otros se sorprendían de la gorda Rosalinda. Entonces, ?sólo después de fallecer su hombre ella lo coronaba en el trono de su corazón? Sí. Sólo ahora también ella disponía totalmente de Jacinto, sólo ahora él le pertenecía entero, exclusivo. Al final, aquellos ojos que él se había llevado abiertos de par en par estaban destinados únicamente para ella. Sólo para mí, se congratulaba Rosalinda. El nunca más se repartiría entre regazos ajenos. Jacinto estaba garantizado en un imaginario juramento. Sólo un retrato podía ser así de fiel.

 

El triste consuelo se confirmaba en ella: la muerte de Jacinto no era más que matrimonio que siempre había so?ado. Las otras, las rivales, se esfumaron, tipejas y momentáneas. De repente, ellas no eran más que soplo de labios olvidados. Mujer perversa no se preserva. Laurinda, ahora, concebía: la vida que juntos dilapidaron fue un simple enlace, cosa de inacabado juicio. Y aceptaba, sin amargura, el recuerdo de sus viejas injurias:

 

—Tu nombre, Rosalinda, son dos mentiras. Al final, ni rosa ni linda.

 

Con una sonrisa, rememoraba. Suspiraba abriéndose en una marea del alma. En el tardío presente, toda ella se dedicaba a Jacinto, en un subterráneo amorío. La gorda se derramaba como zumo de fruto caído. Ya no se arrodillaba. Ese gesto viudo. Ahora ella se embellecía, iluminando su reciente matrimonio.

 

Pero un día Rosalinda, mientras compraba flores, vio llegar a una moza bella y alegre. La extra?a se aproximó a la tumba de Jacinto y allí se postró, mostrando su tristeza. Rosalinda se sintió rara. Sus ojos se nublaron, menos viendo que adivinando. Aquélla era una joven muy concreta, reconcentrada. Se veía que nunca había usado pareo, nunca haía requerido de mulalas.

 

—Esa debe ser Dori?a, la última de él.

 

La viuda se puso más cerca pero sin dejarse ver. No pisaba fuera de las huellas. Se detuvo en la tumba vecina, se quedó atisbando, emboscada en sus propios ojos. La otra exhibía un pu?ado de lágrimas, poco peso de a?oranza. Rosalinda maldijo a la llorojica.

 

—Y tú, Jacinto, ahí bajo el suelo, apuesto a que te estás riendo. Bien que gozaste en vida hideputa: ahora, se acabaron las bromas.

 

Rosalinda se decidió, presta y resuelta. Se dirigió al servicio funerario y solicitó que cambiaran el lugar del ataúd, que cambiaran el ?aquí yace?.

 

—?Usted pretende trasladar los restos mortales?

 

Y, en el acto, el funcionario le mostró los abundantes papeles que la rebasaban. La viuda insistió: sería sólo un peque?o cambio, unos pocos metros. El empleado le explicó: estaban las jurisdicciones, las autorizaciones. La viuda desistió. Pero solamente fingió darse por vencida. Pues había concebido una idea. Volvió al atardecer, trayendo a Salom?o, su sobrino. Al ver de qué iba la cosa, el chico se asustó:

 

—Pero, tía, ?qué es lo que vamos a hacer? ?Desenterrar a mi tío Jacinto?

 

No, lo sosegó ella. Sólo quería cambiar las inscripciones de las tumbas vecinas. Incluso así, Salom?o temblaba más que la lucecita del candil. La viuda tomó la delantera, abriendo el hoyo ella misma.

 

—Yo siempre dije: lumbre que se pide nunca enciende.

 

Jacinto, translapidado, debía de estar sorprendido de aquellas andanzas. Ahora, yo sólo sé cuál es tu verdadera inscripción, so golfo. Rosalinda sacudió los polvos mortales, se administró el debido perdón. Que Dios atenuase la pena por haberle mentido a la intrusa. La otra paraviuda, que le dedicara sus mocos al vecino, el de la muerte anexa. Porque aquellos ojos de Jacinto, aquellos ojos que la tierra se abstenía de comer, sólo a ella, Rosa y Linda, estaban destinados.

 

Sucedió como ella lo había previsto. Al día siguiente, la intrusa apareció y descargó sus sentimientos en la tumba errada. Rosalinda se nutría de risas, mientras espiaba la equivocación. Ella se santiguaba, más para sí misma que para Dios:

 

—En vida me enga?aron. Ahora me toca a mí.

 

Rosalinda, la esposa póstuma, se vengaba. Y fue por etapas el ajuste. Así que un día pensó: antes, yo nunca lo logré. Siempre fui nada. Pero ahora siento mis poderes. Rosalinda se llenaba de esa creencia, ella se metía más allá de la muerte, allá donde ya no había ningún destino. Y así, creía entender un juicio sin dimensión. Por las ruinas del cementerio, Rosalinda soltaba sonoras risotadas.

 

—Vamos, Jacinto, vamos a beber licor de anacardo.

 

Echaba licor en un vaso invisible, se complacía con ocultas caricias. Cada tanto lo re?ía:

 

—Deja los libros, marido mío. ?Para qué quieres estudiar ahora?

 

Y empujaba a nadie. Sus risas, inauditas, por algún tiempo estremecieron los mudos rincones del cementerio. Poco después, los encargados de la seriedad temieron sus desórdenes. La viuda desconocía los métodos de la tristeza, sus carcajadas alteraban el sagrado reposo de la almas.

 

Y se llevaron a la mujer gorda, aquella que fue viuda antes de haber sido esposa. Se la llevaron hacia un lugar sombrío en donde se convirtió en ausencia. Rosa, por fin, acabó siendo ninguna.

 

 

 

 

 

El baobab que so?aba pájaros

 

 

 

Pájaros,

 

todos los que en el suelo no conocen su morada.

 

 

 

 

 

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