Cada hombre es una raza

Rosalinda era mujer de retaguardia, provista de asentaderas. Se?ora de mucha pulpa, carnes aquende y allende la ropa. Sufría de tanto volumen que se sentaba en su propio peso, superlativa. Había sido esbelta, de esas mujeres que expresan el amor. Esbeltez con éxito en sus tiempos. Pero al quedarse viuda, se dejó estar, se echó a perder. Rosalinda, ahora, se cansaba de tantas horas: mascaba mulala,? reteniendo la saliva naranja. Las mujeres gordas no se enojan con la vida: hacen recordar a los bueyes que nunca esperan tragedias.

 

En el desgranar de las tardes, ella se sumía en una triste rutina. Visitaba el cementerio y eso lo hacía todos los días. La tumba del marido fallecido, Jacinto, quedaba muy al fondo del cementerio. Condecía con el lugar que él siempre había tenido en la parte trasera de la vida. Con paso menudo, Rosalinda vagaba entre las moradas subterráneas; vacilando como si penara en su propia sombra. Ya en el lugar, ella en sí se arrodillaba, dominando las piernas. Y allí se dejaba estar, en la compa?ía única del difunto.

 

Así se fueron postrando las fechas, a?os sudados, a?os sumados. Rosalinda se antepasaba, de tantos que eran ya los parientes envueltos en el gran sue?o. Sólo quedaba ella, con sus retroactivos pensamientos. Junto a la tumba, ella hacía memoria:

 

—Jacinto, gran cabrón.

 

Con un gesto tierno, ella alisaba la arena, acariciando recuerdos. Que Dios la castigara, que Dios la enfermara. Pero ?quién explicaba aquella a?oranza del sufrimiento, el dulce sabor de amargos recuerdos?

 

—Tú me amarraste la vida, me trataste a golpes.

 

Ella tenía razón: Jacinto sólo había jurado fidelidad a las botellas. Si es que partió, su alma debió haber viajado en forma de botella. Para colmo, él se había multiplicado en amores, repartiéndose entre muchas mujeres. Cuando llegaba a casa, en la noche impropia, ya sus labios estaban ciegos. A esta hora, decía él, sólo sé leer en las copas. Hablaba así sólo para lastimarla. Porque él se había matriculado en la escuela nocturna, cumpliendo su promesa de cambiar de vida. Asistió a las clases pero sólo pocas noches. Laurindi?a: te estoy explicando. La vida no merece tanto sacrificio. No soy un hombre de escuela, las letras me cansan demasiado. Yo soy un fruto, Laurinda. Un fruto, la misma cosa que el anacardo. ?Alguien le ense?a al fruto a transformarse en maduro? Contesta, Laurinda. ?Alguien le explica algo al anacardo? Nadie. El sólo recibe lecciones de la tierra. Entonces, un hombre únicamente tiene que quedarse encima del suelo, beneficiarse de las raíces completas. No es como esos que dejan la tierra, se van al extranjero, acaban por sentir el suelo que pisan. Esos son le?a seca: un poquito de fuego y arden al punto.

 

Rosalinda ya sabía. Aquella era la charla previa a los mamporros, prefacio de la paliza. Apenas surgiera el fondo de la botella, las palabras daban lugar a los puntapiés. Después, él salía, harto de ser marido, cansado de ser gente.

 

Jacinto, en fin, sólo le daba dispendio al corazón de la dulce Laurinda. Incluso en el lecho de muerte, los ojos de él, recién fallecidos, insistían en atisbar el mundo. Ya nada veían. El silencio reinaba en la sala, ni una palabra osaba moverse. Pero cuando alguien se dispuso a cerrarle los párpados al difunto, una voz ordenó:

 

—?No le cierren los ojos!

 

El asombro hizo que todos sintieran escalofrío. Rosalinda bajo el rostro, evitando el resquemor de la vergüenza.

 

—Ese hombre todavía está esperando a alguien.

 

Y fue así como Jacinto se quedó atónito, con la vista abierta, atento a los encuentros del porvenir. Incluso conociendo su eterna infidelidad, Laurinda le destinó la ropa más perfumada. Tal como lo había hecho en vida, cuidando de su apariencia, antes de que él saliera:

 

—?Vas a encontrarte con las mujeres, así desali?ado? Deja que te arregle bien.

 

?La boca es el escondrijo del corazón? En este caso, ni siquiera eso. Ella engrandecía al marido con sincera voluntad. Que las otras no pensaran que ella no cumplía con sus deberes de esposa. Que en el gozo de Jacinto ellas respetasen la mano de su obra vanidosa. Ahora, al interrumpirse su vida, Rosalinda recordaba todo con benevalentía. En su tránsito al otro mundo, ella le perdonó todo: mujeres, copas, largas ausencias. La bondad le había surgido ya desde el primer rezo, al borde de la tumba. Mientras oraba, su alma se derretía. Después de los amenes, descubrió que estaba enamorada, como quien se estrena en la estera de la vida. Al final, Jacinto, mi Jacinto.

 

—Amor verdadero es más que único.

 

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