Cada hombre es una raza

Se lo llevaron, lo acostaron, intentaron en vano despertarlo. Pero Benjamim se mantenía más allá de los párpados: respiraba con dificultad. Anabela lloraba por su marido en estado vegetal, le hablaba con dulzura como si él aún la oyera. Pasaba las noches en blanco, atenta al ser extendido a su lado.

 

El tiempo pasó. Una noche, ya la luna alta, Anabela se durmió, vencida por el cansancio. En medio del sue?o, sin embargo, ella sintió un escalofrío como si alguien la tocara. Se quedó inmóvil, esperando. No había duda: eran manos con artificios de ternura. Ahora le envolvían la cintura y la llenaban de un ardor que desde hacía mucho desperdiciaba en suspiros. Su sangre se aceleró: ?quién sería el autor de esas apetencias? ?Benjamim? No, no podía ser él. Si él nunca se había atrevido, incluso antes del accidente. Entonces se hizo la dormida y el anónimo amante se reflejó en su cuerpo, mar y playa se entreveraron. Con los ojos siempre cerrados, ella acogió al intruso, ese ladrón de su triste soledad. Varias noches se repitió el encuentro ciego. Con los párpados siempre cerrados, ella recibía al extra?o. Se amaban con furor pero en silencio. Ella temía que Benjamim despertara y sorprendiese al desconocido. Y Rieron madrugadas largas con gemidos, suspiros hondos de quien pierde el ser.

 

Hasta que un día, el enfermero Bila, durante su visita diaria al enfermo, anunció:

 

—Benjamim ya mueve los dedos. Ma?ana estará del todo despierto.

 

Hubo aplausos, risas. Todos lo festejaron. Todos, menos Anabela. Los suegros notaron su indiferencia. La madre, guardando las apariencias:

 

—Pobre. Está tan abatida que ya no reacciona.

 

La joven esposa, realmente, había adquirido el rostro ceniciento de las viudas. Y, al acompa?ar a las visitas hasta la puerta, se la veía contener una lágrima. El enfermero, preocupado, la llamó aparte:

 

—?Qué tiene, Anabela? ?No se siente bien?

 

No hubo respuesta. Bajó el rostro y rompió el dique de su íntima amargura. Aceptó el pa?uelo y compuso su aspecto. Se repuso, con voz trémula:

 

—?No podría dejar que él durmiera unos días más? ?Sólo unos días más?

 

El enfermero se sorprendió, levantando la cabeza. Ella se explicó:

 

—Es que me gustaría pasar un tiempo más con él. Me gustaría tanto, se?or enfermero.

 

—?Quién es él?

 

Y de nuevo, lágrimas. El vecino, con perpleja anuencia, más cura que enfermero. Creyendo haber recibido la confesión de una falta de juicio, tranquilizó a la joven esposa:

 

—Tiene razón, hija, lo entiendo muy bien: usted es tan bonita, tan pretendida. ?Cómo es que se pudo guardar tantísimo tiempo?

 

Y se dirigieron los dos hacia la habitación del vivibundo. Mientras el enfermero preparaba las jeringuillas, ella se inclinó junto a su marido. Tal vez únicamente él, el retirado Benjamim, haya escuchado el secreto que ella le entregó. Por lo menos, el enfermero notó algo así como una sonrisa en la comisura de los labios de Benjamim. Y, sonriendo él también, le inyectó nuevas somnolencias.

 

 

 

 

 

Mujer en mí

 

 

 

El hombre es un hacha, la mujer el azadón.

 

Refrán mozambique?o

 

 

 

 

 

Aquella noche, las horas me recorrían, insomnes manecillas. Yo sólo quería olvidarme. Así acostado, no sufría otra carencia que no fuera, tal vez, la muerte. No aquélla, arrebatadora y definitiva. La otra: la muerte-estación, invierno subvertido por guerrilleras floraciones.

 

El calor de diciembre me hacía desaparecer, atento sólo al derretirse del hielo en el vaso. El cubito de hielo era mi semejante, ambos transitorios, convirtiéndonos en la previa materia de la cual nos habíamos formado.

 

En ese instante ella entró. Era una mujer de ojos limpios que humedecían la habitación. Rondó por ahí, como no creyendo en su propia presencia. Sus dedos se paseaban por los muebles, con distraído afecto. ?Tal vez era sonámbula y aquella realidad le resultaba ficticia? Yo quería avisarle que estaba equivocada, que aquél no era su verdadero domicilio. Pero el silencio me alertó de que ahí estaba transcurriendo un destino, el cruce de aconteceres fatales. Entonces, ella se sentó en mi cama, acomodó su delicado lugar. Sin mirarme, empezó a llorar.

 

No me contuve: ya mis caricias se deslizaban por su regazo. Ella se acostó, imitando a la tierra en estado de gestación. Su cuerpo se me entreabría. Si hubiésemos continuado, habríamos llegado a los hechos. Pero en los avances, vacilé. Voces ocultas me detenían: no, yo no podía ceder.

 

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