El rodeó a la joven, intrigado. Un gru?ido lo alertó. A los pies de la novia, el perro anulaba su ferocidad. La mano de Jauharia bajó sobre la bestia, le alisó el pelo, ordenándole sosiego.
Ella habló, serena: el hombre a quien él había dado muerte era una persona de bondades mayores. Había recorrido las tierras, había conocido su inmensidad. En ese mundo había visto cómo el tiempo, con sus prisas, echa a perder la familia del hombre.
Entonces, se había impuesto la misión: encontrar un lugar distante, una isla terrestre y proteger la soledad de ese sitio, bregando contra la llegada del tiempo. Ese era el encargo del forastero y ella había entendido cuánto amor costaba esa tarea, cuánta ternura se ocultaba en su deshumanidad.
—Esta es la línea de la frontera, Nyambi. Ahora elige: ?regresas a la aldea o vas hacia el mundo?
Nyambi meneó la cabeza, como si se sacudiese el alma. Se quedó con un mirar de mendigo, creyendo que ella aún podría salir del hechizo en el que había caído. Pero Jauharia enmudeció, prodigando sólo caricias a la fiera. Entonces, él emprendió el regreso junto a los suyos. Allá al fondo, las peque?as casas ya encendían sus lucecitas. Sin otro sue?o disponible, la aldea se hacía fábula, al margen de los siglos, más allá del último camino.
Sidney Poitier en la barbería
de Firipe Beruberu
Imperio:
de pie, río a banderas desplegadas.
La barbería de Firipe Beruberu estaba situada bajo el gran árbol, en el bazar de Maquinino. El techo era la sombra del azufaifo indio. Paredes no había: venteaba y el aire era más fresco en la silla donde Firipe sentaba a los clientes. Un letrero en el tronco mostraba el precio de los servicios. Estaba escrito: ?Cada cabeza 7$50?. Con el crecer de la vida, Firipe corrigió la inscripción: ?Cada cabezada 20$00?.
En la vieja madera se balanceaba un espejo y, al lado, amarillecía un cartel de Elvis Presley. Sobre un cajón, junto al asiento de la espera, se sacudía una radio al ritmo del chimandjemandje ?.
Firipe segaba las cabezas en voz alta. Parloteo de barbero, que si patatín que si patatán. Con todo, a él no le gustaba que la chachara adormilase a los clientes. Cuando alguien se dormía en la silla, Beruberu aplicaba una tasa extra al precio final. Hasta en el letrero, debajo de lo escrito, a?adió: ?Cabezada con dormida: 5 escudos más?.
Pero bajo la sombra generosa del azufaifo no había malestar. El barbero distribuía buen humor, apretones de manos. Quien fuese todo oídos al pasar por ahí sólo oiría conversaciones sonrientes. Como propaganda del servicio, Firipe no perdía ocasión:
—Hablo en serio: soy maestro de barberos. Pueden andar por ahí, por los alrededores, buscando en los barrios: todos dirán que Firipe Beruberu es el mejor.
Algunos clientes toleraban, pacientes. Pero otros lo provocaban, fingiendo contrariarlo:
—Buena propaganda, mesire ? Firipe.
—?Ah sí, propaganda? ?La realidad! Si hasta he cortado cabellos finos de blancos.
—?Qué? No me diga que un blanco ha venido a esta barbería...
—No he dicho que aquí haya llegado un blanco. He dicho que le corté su pelo. Y se lo corté, palabra de honor.
—Explíquese, Firipe. Si el blanco no llegó hasta aquí, ?cómo es que se lo cortó?
—Es que me llamaron desde su casa. Corté el suyo y corté también el de sus hijos. La razón es que a ellos les daba vergüenza sentarse aquí, en esta silla. Nada más que eso.
—Disculpe, mesire. Pero ése no era un blanco de alto rango. Era un xikaka.? Firipe hacía cantar las tijeras mientras la mano izquierda sacaba la billetera.
—?Humm! Ustedes siempre dudan, desconfían. Ahora les mostraré la prueba de la verdad. A ver, ?dónde está?... Ah, aquí está.
Con miles de cuidados desenvuelve una postal a colores de Sidney Poitier.
—Miren esta foto. ?Ven a este tipo? Observen su cabello: fue cortado aquí, con mis manos.
Le metí tijera sin saber cuál era su importancia. Sólo noté que hablaba inglés.
Los clientes seguían en la duda. Firipe respondía:
—Les estoy diciendo que este tipo trajo su cabeza desde América, A-mé-ri-ca, hasta aquí, a mi barbería...
Mientras hablaba miraba la copa del árbol. Tomaba sus precauciones para esquivar los frutos que caían.
—?Mierda de azufaifas! No hacen más que ensuciarme la barbería. Después vienen los chicos a llevarse la fruta. Si veo aquí a uno, lo echo a puntapiés.
—Así que, mesire Firipe, ?no le gustan los ni?os?
—?Que qué? Si incluso el otro día un chico trajo un tirachinas y apuntó al árbol del demonio para hacer caer la fruta. La piedra dio en las hojas, baaa, y cayó en la cabeza del cliente. ?Resultado?: en vez de cortarse el pelo aquí, al cliente lo raparon en la enfermería.
Cambiaba el cliente y repetía el comentario. Del bolsillo del maestro Firipe salía la vieja postal del actor estadounidense, dando testimonio de sus glorias. No obstante, el más difícil era Baba ? Afonso, un gordo de corazón muy adulado que se demoraba arrastrando el trasero. Afonso dudaba:
—?Ese hombre estuvo aquí? Disculpe, mesire. > No le creo una palabra.