Cada hombre es una raza

 

La lluvia es carcelera porque recluye a la gente. Prisioneros de ella estaban Constante Bene y sus hijos, encerrados en la caba?a. Nunca se había visto agua tan copiosa: el paisaje llevaba diecisiete días goteando. El agua lastimaba a la tierra, que apenas sabía nadar. Sobre el tejado de zinc, se estrellaban gruesas gotas, embarazadas de cielo. En la cuesta del monte, sólo persistían los árboles, sin interrumpirse nunca.

 

Sentado en un rincón de la vieja caba?a, Constante Bene pesaba el tama?o del tiempo. Desde el principio, era guardés de la propiedad del colono, el xikaka Tavares. Habitaba entre naranjos, en un lugar a punto de huir de la tierra. Allí, en la cima de la monta?a, el suelo se comportaba, recto y bueno.

 

—Aquí sólo las naranjas tienen sed.

 

Sed de pájaros, mejor diría Constante. Pero él simplificaba la vida. A sus dos hijos, Chiqui?a y Jo?o Susodicho, les ense?aba los infinitos modos del sosiego. Sus ni?os recibían cuidados, pues eran huérfanos. Ellos solos se encargaban de los asuntos de la casa.

 

Chiqui?a era superior en edad, con su cuerpo avanzado. Ya los pechos protestaban contra el apretón de la blusa. Su padre miraba con dificultad su crecimiento. Cuanto más ella se parecía a la difunta, más se aguzaba la tristeza de Constante por el recuerdo.

 

El otro hijo, Jo?o Susodicho, se mantenía peque?o, ajeno al tiempo. A todos les extra?aba su nombre. ?Susodicho? Pero ese nombre sucedió sin orden de la voluntad. Había llevado al ni?o a la ciudad para registrarlo. En la dependencia oficial se presentó con intención civilizada:

 

—Quiero registrar a este ni?o.

 

Y el funcionario, en una lenta aptitud:

 

—?Trajo al susodicho?

 

—No, se?or, únicamente traje a mi hijo.

 

—Pues eso mismo: el susodicho. Pensó Constante Bene que se le estaba a?adiendo otro nombre al ni?o. Y así se llamó el peque?o, nacido de la muerte de su madre. En el curso del tiempo, él fue entrando al mundo guiado por una sola mano, en la mitad desigual de ser huérfano.

 

El guardés miraba las partes cimeras del mundo, los hombros de la tierra, inmóviles como los siglos. Mientras tanto, pensaba: el mundo es grande, más completo que una cosa llena. El hombre se cree muy enorme, casi tocando los cielos. Pero llegue a donde llegue depende de su tama?o es un préstamo; su altura está en deuda con la altitud.

 

?Por qué las gentes no se conforman con ser como son? ?Por qué se enfrentan a la arrogancia de vencer siempre? Constante Bene temía las sanciones posibles por querer más. Por eso, les prohibía a sus hijos atisbar más allá de la monta?a.

 

—Nunca, ni por asomo.

 

Lo dicho se mezclaba con lo entredicho. Se contaban muchas leyendas sobre la otra ladera del monte. Parece que los colonos nunca habían pisado ese otro lugar. ?Quizá la tierra perduraba allá con sus colores primigenios, con su perfume de anta?o? ?Quizá aquellos parajes eran propensos sólo a la felicidad?

 

A ese lugar Bene lo llamaba Más Allá. Muchas veces, en el cansancio de la noche, rondaban por la caba?a sus llamamientos secretos. El guardés tenía tales sue?os que ni a sí mismo confiaba su relato.

 

Una madrugada, se armó de valor, salió con rumbo a las escarpas. Subió los pe?ascos, llegó a la cumbre. Sintió remordimientos: se estaba traicionando. Se disculpó:

 

—Hoy es hoy.

 

Entonces, contempló la vertiente prohibida. Una niebla algodonaba el claro de luna, se esparcía como un velo que envolviese la desnudez de una mujer. La neblina era tanta que la tierra debía prescindir de la lluvia. Se dejó estar ahí, sentado. Hasta que un búho le trajo el aviso. Aquella belleza era como el fuego: lejos no se veía, cerca quemaba. Y volvió a la caba?a.

 

Ahora, en el decimoséptimo día de lluvias, Bene sentía el suspiro de la tarde. La luz estaba ya cansada de subir cuando los follajes captaron la se?al. La pipa del viejo quedó en suspenso, vagó el instante.

 

Fue cuando vieron al mulato. Venía de lejos, de la ultratierra. Caminaba bajo la lluvia con la cabeza gacha. Llevaba una bolsa sobre la espalda. Pasó por la caba?a, ajeno a la curiosidad de los tres. Jo?o Susodicho salió al camino y lo observó. Confirmó que el mulato escalaba las alturas, desapareciendo entre las rocas más elevadas.

 

?Qué hombre sería ése, de dónde habría venido? Incluso callados, los tres se preguntaban. Pena de amor, aventuraba Chiqui?a. Un cazador de leopardos, suponía Jo?o.

 

—Ese hombre no es de confianza —sentenció el padre.

 

Los ni?os defendieron al intruso, alegando su inocencia. Necesitaban de alguien para que algo sucediera, un susto en aquel mundo tan sin fiebre. Pero Bene repetía:

 

—Ese hombre es un fugitivo. Si no lo fuera, se habría detenido aquí para recibir hospitalidad.

 

Y avanzó la amenaza: le correspondía saber la versión del aparecido. Al fin y al cabo, ése era su oficio. Los hijos repusieron que ese mestizo no merecía tantas sospechas de golpe.

 

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