Cada hombre es una raza

Constante Bene sintió que el alma se le caía a los pies. Chiqui?a, aún tan joven, ?cómo podía ya ser madre? ?Qué justicia es ésta, Santo Dios? ?Cómo una ni?a huérfana puede ser madre de una criatura sin su debido padre? Era urgente encontrar a ese progenitor sin aspecto.

 

—?Fue él?

 

—Se lo juro, padre. No fue ése.

 

—Entonces, ?quién es el autor del embarazo?

 

—No se lo puedo decir.

 

—Mira, hija: es mejor que hables. ?Quién te ha montado?

 

—Padre, déjelo así.

 

La muchacha se sentó para llorar mejor. Constante pensó en pegarle para arrancarle la verdad. Pero el cuerpo de Chiqui?a revivió el recuerdo de la madre difunta y su brazo se dejó caer, vencido. El viejo regresó a la habitación, encendió la pipa y, por la ventana, fumó el paisaje entero.

 

Los meses crecieron en anchura. La barriga de Chiqui?a lunecía en fase llena. En junio tuvo lugar el parto, asistido por las viejas mujeres de las cercanías. Constante no estaba. Había salido a recorrer la plantación. Cuando volvió a la caba?a, ya las parteras preparaban la comida. Primero, él sintió el humo del olor. Después, el llanto de un bebé. Se sonrió, acordándose del dicho: donde veas el humo, ahí están los hombres; donde lloran los bebés, ahí están las mujeres. Ahora, se le confundían los dichos. Se paró a la entrada, con el corazón latiendo más deprisa. ?Un llanto en ese lugar! ?Sólo podría ser! Quería saber de Chiqui?a. Le daban ganas de entrar corriendo. Pero había un orgullo que le impedía ser abuelo.

 

—Ese bebé no debería haber nacido —confesó dentro de su voz.

 

Entró. Observó ruidos y sombras. Todas se callaron, tensas. Más que las otras, Chiqui?a se quedó en suspenso con la envoltura de la vida en sus brazos.

 

El padre se acomodó en un rincón, distante. Jo?o Susodicho fue quien estrenó palabras:

 

—Padre, ?lo ha visto ya? Ha nacido un ni?o muy gordo.

 

Los ojos de Chiqui?a ansiaban la respuesta de su padre. Ella hizo un gesto casi arrepentido de mostrarle la criatura, pero se contuvo. Las mujeres fueron saliendo. En el lugar, ahora había poco espacio.

 

Pasaron días llenos de tiempo sin que Constante se aceptara como abuelo. La muchacha muchas veces se quedaba cerca de su padre, esperando la bendición. A la sordina cantaba canciones de cuna, las mismas que había aprendido de él. Cantaba más para arrullar a su padre que al ni?o. Pero Constante Bene esquivaba turbándose las miradas de la hija.

 

Una noche, cuando todos ya dormían, una luz trémula atravesó la habitación. Se fue acercando a la cama de Chiqui?a y ahí se quedó, iluminando. Tocada por la claridad, Chica despertó y vio a su padre con la lámpara en la mano. Constante se disculpó:

 

—Tu ni?o estaba llorando. Por eso he venido.

 

Chiqui?a sonrió: eran mentiras. Si el bebé hubiera llorado, ella lo habría oído, antes que nadie. Jo?o, más tarde, lo confirmó: el viejo iba todas las noches, a través de la oscuridad, a observar la cuna. Chica no cabía en sí de contento. Abrazó a su peque?o hijo con delicadísima felicidad.

 

Al día siguiente, con la ma?ana ya avanzada, el guardés mataba el gusanillo. Masticaba sobras de la noche, chascando la lengua entre los dientes.

 

—Oye, Chica: ?tu hijo no es demasiado claro?

 

—Los bebés son así, padre. Solamente después se oscurecen. ?No se acuerda de Jo?o?

 

—Eso es al principio, antes de que llegue la raza. Pero éste: ya han pasado muchos días, es hora de que se le vea el color.

 

Chiqui?a se encogió de hombros, sin saber qué decir. Peló una batata y se sopló los dedos, algo escocidos. Su hijo, ahora, ya era nieto. De ahí en adelante, no sería ella sola quien sostendría la vida del ni?o.

 

Así se inició un nuevo sentimiento en la caba?a. Incluso Bene parecía más joven, canturreando, tejedor de tarareos. Chiqui?a premiaba a su padre con comidas más exquisitas para el paladar. Jo?o se entregaba a infantasías, corriendo por los atajos de los bichos.

 

Constante no lo requería, respetando sus ni?erías. Antes él jugaba con el hijo del patrón. Los chicos, en el arco de las risas, desconocían la frontera de sus razas. A Bene le gustaba ver a Susodicho recibiendo atenciones de otros.

 

—Al menos, allí se gana la comida.

 

Con todo, desde la llegada del mulato, el ni?o se desviaba hacia parajes más altos. Cierta vez, preocupado por la tardanza de su hijo, Bene salió por el monte, rumbo a las soledades por las que Jo?o se aventuraba. Estando junto al pozo, lo llamó. Pero quien salió de entre los arbustos fue Laura, la mujer del le?ador. Ella llevaba una lata de agua en la cabeza como si no sintiera el peso. Con el balanceo de los hombros, caía algo de agüita que le mojaba la espalda, los brazos, los senos.

 

—Constante, usted es guardés, debería mirar por su vida.

 

—?Y por qué? ?Sólo porque soy viudo?

 

Bene pensaba que Laura lo quería desprender de la viudez. Miró a la mujer con ojos penetrantes, adivinando su cuerpo bajo el pareo. Intentó una conversación afable, pero ella cambió de tema:

 

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