Cada hombre es una raza

—?No sabe lo que todos dicen acerca de su hija, de cómo quedó embarazada?

 

Ella le repitió los decires: habían visto a la muchacha, pero nadie sabe quién, nadie sabe por quién, cerca de las alturas. Y lo indecible: un hombre la había forzado, montando en ella. Constante echó pestes, su voz se enfrió:

 

—?Ese hombre era negro?

 

—No, dicen que no.

 

—Ya sé quién es ese impostor. Además, siempre lo supe.

 

Sin despedirse, retomó el camino de regreso. No entró en la casa. Del cajón del patio sacó una catana. La pasó por entre los dedos, con la imagen de un corte de navaja.

 

Después, sin prisa, subió a la monta?a. En las cumbres, buscó al mulato. Lo encontró junto a la hoguera, intentando avivar el fuego. Constante no escondió la intención: llevaba el arma colgada, a la vista.

 

—Vengo a matarte.

 

El intruso no se mostró asustado. Sólo sus ojos, de animal acorralado, buscaron salida. Con su garganta escasa:

 

—?Fue tu patrón quien te mandó?

 

Constante no hizo caso a la pregunta. Ciertamente, el otro quería distraerlo. Dudó, vacilento. Vengador sin carrera, le pedía ayuda al odio. Rezó por dentro: Dios mío, ?ni siquiera sé matar! Aunque sólo sea por un instante, te pido que des firmeza a mi mano.

 

—?Por qué me odias tanto?

 

De nuevo, el otro le desviaba las intenciones; el guardés indagó:

 

—Dime: ?vienes de allá, del Más Allá?

 

—?De dónde

 

—?De allá, del otro lado del monte?

 

—Sí, claro.

 

—?Y ya se ha izado allí la nueva bandera?

 

Había en la sonrisa del intruso cierta compasión. ?Bandera? ?Era eso lo que le interesaba?: ?saber cosas de un lienzo, de sus colores?

 

—Contestas así porque eres mulato. Y los mulatos no tienen bandera.

 

El otro se rió desde?oso. Esa risa, pensó Bene, era la se?al de Dios. La catana resplandeció en el aire, zas zas zas, y se clavó en el cuerpo del extra?o. Gemebundo, éste se le fue encima. Se aferró, como liana desesperada. Danzaron los dos, pisando la hoguera. Bene no sentía las llamas en sus pies desnudos. Un golpe más y el intruso se arrolló en el suelo, como si fuese un pangolín.

 

El guardés se acuclilló al lado de la víctima y, con las manos, confirmó su muerte. Sintió que la sangre le almidonaba el gesto. Parecía que los dedos, viscosos, se?alaban su culpa. Se sentó en el suelo, cansado. ?De dónde le venía tantísima fatiga? ?De matar? No. Aquel profundo desaliento le venía de los pies, abrasados en la hoguera. Sólo ahora sentía las llagas.

 

Intentó levantarse y no lo logró. Los pasos apenas podían tocar el suelo. Divisó las lucecitas en el valle. Esa era una distancia inviable, un imposible regreso.

 

Se arrastró hasta el sacudu? del mulato. Sacó una cantimplora y bebió. Después, vació la mochila: cayeron papeles bajo la luz de la hoguera. Recogió las hojas sueltas, despacito, y descifró las letras. Estaban escritos sue?os lindos, promesas de un tiempo afortunado. Escuela, hospital, casa: todo, en abundancia, para todos. Su pecho se agitaba, amotinado. Volvió a sacudir la mochila. Debía estar, aunque fuera arrugada en un rincón, tenía que estar.

 

Entonces, como una ola de plata, la bandera cayó de la bolsa. Parecía inmensa, más grande que el universo. Bene se deslumbró, no podía creer que un día llegaría a semejante visión.

 

Se acordó, entretanto, de las penas de aquel tiempo: el mástil de la administración. Allí su recuerdo se arrodillaba, la matraca del policía negro: Pase sin levantar polvo, mierda. No ensucie la bandera. Y él, arrastrando los pies, cargando a sus hijos, sin levantar el paso. El patrón, en la acera, simulaba atender otros asuntos. ?Puede una persona ser tan desalmada?

 

Pero ahora esa nueva bandera no parecía estar sujeta a ningún polvo, como si estuviese hecha de la propia tierra. Los colores de la tela poblaron su sue?o.

 

Despertó gracias a su hijo, Susodicho. Miró a su alrededor, buscó el cuerpo del mulato. Nada, no había cuerpo.

 

—?Lo enterraste, Jo?o?

 

—No, padre. El huyó.

 

—?Huyó? No puede ser. ?Si yo lo maté!

 

—Sólo estaba herido, padre.

 

Dubitativo, el guardés sacudió la cabeza. El había confirmado la muerte del otro. ?Sería obra del hechizo?

 

—Seguro que estaba vivo. Yo mismo lo ayudé a bajar el monte.

 

Furioso, el guardés golpeó al muchacho. ?Cómo se le ocurría? ?Ayudar a un tipo que había abusado del honor de Chiqui?a, de él, de la familia?

 

—No fue él, padre.

 

—?No fue él? ?Entonces quién pre?ó a tu hermana?

 

—Fue el patrón, el mezungo.?

 

Constante no se tomó la molestia de escuchar. El mulato se había montado en las cabezas de sus hijos, se había convertido en su única creencia.

 

—Ese mestizo hideputa es de la Pide. Encontré la bolsa de un mussodja en la gruta. ?Alguna vez has pensado si son cosas de él? Es un Pide, un Pide que abusó de tu hermana y robó la mochila de un guerrillero.

 

—Fue el patrón.

 

—Mira, Jo?o, no repitas eso otra vez.

 

—Fue él, padre. Yo lo vi.

 

Mia Couto's books