—?Lo juras?
El ni?o lo aseguraba, con lágrimas sinceras. Bene respiraba con dificultad. El tama?o de aquella verdad no cabía en él. Le dolieron más los pies, la sangre somnolienta sobre las heridas. Ya las moscas zumbaban, desprestigiando el sagrado líquido. Con los dedos estrujó un terrón de arena. La tierra se sometía, pulverizada. Aquella obediencia entre los dedos le fue trayendo, lentamente, el respirar sereno de los decididos.
—No llores más, hijo. Mira lo que he encontrado en la bolsa.
Y extendió la bandera. Jo?o pesta?eaba, en su débil entender. Una bandera, ?sólo por eso el viejo provocaba tanto alboroto?
—Dobla la bandera con sumo cuidado, dentro de la bolsa. Carga el sacudu, vámonos, ayuda a tu padre.
Jo?o le ofreció los hombros y el viejo se montó a horcajadas, como si fuesen ni?os. Bene entró en el juego:
—Vamos a cambiar: ahora yo soy el hijo y tú eres el padre.
Y ambos se rieron. El viejo, oblicuo, se sorprendía de la fuerza del chico, que ni siquiera se tomaba un descanso para recobrar el aliento.
—Listos, hijo: el todo ya es mucho. Inclina tu cuerpo, quiero bajarme.
Estaban cerca de la casa. Se sentaron bajo la sombra de un gran árbol de mango.
Jo?o se puso a hablar, anunciando el futuro:
—Lo que dices es peligroso, hijo.
Pero Jo?o no se atemorizaba, repetía las ense?anzas del mulato. Esa tierra sólo convenía a sus verdaderos hijos, cansada de sangrar riqueza para los extranjeros.
—Tavares...
—Deja al patrón tranquilo.
—Padre, no puede estar toda la vida cuidando esta tierra como guardés. Tenga en cuenta que nos la robaron los colonos.
El padre ya había montado en cólera. Que el muchacho se callase, que eso era hablar por boca de otros. El viejo ordenó que se pusieran en camino. Jo?o hizo el ademán de ayudar a su padre, pero éste se negó:
—No hace falta; no es cuestión de que crezca tu ingenio tan deprisa.
Cojearon por el sendero. Constante, ahora, se apoyaba con un palo y su marcha era un desfile de rezongos. Al menos el palo no sufre de ideas ni de vanidades. Sólo llévame, nada más. Ay, los hombres... Prefiero las cosas, nunca me enfado con ellas.
En el riachuelo, después de refrescarse, cambió de tono:
—Escucha, Jo?o. Siempre me asalta esta duda: ahora soy el criado del colono. ?Después qué vendrá?
—Después vendrá la libertad, padre.
—Tonterías, hijo. Después seremos los criados de ellos, de los mussodjas. Tú no sabes qué es la vida, hijo. Esa gente habituada a los tiros no sabrá hacer otra cosa al final de la guerra. El azadón de ellos es la escopeta.
El muchacho tenía los ojos bajos, negando las circunstancias. Entonces, ?por qué su padre esperaba tanto la nueva bandera? ?Por qué insistía en so?ar con el otro lado, el Más Allá?
—Muy sencillo: es un sue?o que me gusta.
Susodicho ya no oponía argumentos. Sólo su adolescencia no concebía que tan claro sol estuviera condenado al sumario ocaso.
—No te enga?es, hijo: ma?ana será el mismo día.
Se acercaron a la casa y oyeron un vocerío. Afinaron el oído: era el colono que gritaba dentro de la caba?a. Constante olvidó su cojera y entró. El patrón, atolondrado, perdió las riendas de sí mismo. Pero pronto se rehizo, hinchando los hombros, ensanchando la piel:
—?Qué es lo que tienes en los pies? Están llenos de sangre.
El viejo guardés no contestó. Se arrastró hasta enfrentar al patrón. Sólo entonces notó que él era más alto: al xikaka le faltaban talones. Encendió, despacio, la pipa. Tavares recibió el humo de la afrenta:
—?No quieres decir cómo te has hecho eso? Pues yo te digo lo que es: ma?a de negro. Pero debes saber que no librarás ni un día. Hoy mismo quiero que salgas de ronda por la propiedad.
Impasible, Bene parecía no oír. El patrón se aproximó con sigilo. Andaba por ahí un animal feroz, un terrorista, y había que apresarlo. El administrador había alertado a los due?os de las plantaciones sobre un mulato, peligroso fugitivo.
—Fungula masso: abre esos ojos, Bene...
—No hable así..., patrón.
—??Pero qué pasa?! ?Y por qué no, si me permite Su Excelencia?
—Ese no es su dialecto.
Tavares se rió, prefiriendo el desprecio, y se dispuso a irse. Antes de cerrar la puerta, sin embargo, se dirigió a Chiqui?a:
—Quedamos en eso, ?has oído?
Y se fue. Ninguna palabra coloreó aquel espacio. Constante consultaba la ventana y recibía los mudos recados del paisaje. Parecía que la pipa lo fumaba a él. Al cabo de mucho silencio, el guardés llamó a su hijo.
—Tú sabes dónde está el mulato ese. Ve a decirle que quiero hablar con él, que necesito que venga aquí.
Pero es tan de noche, se estremeció Chiqui?a. Bene acarició el pelo de la muchacha, atento a su congoja.
—Ve tú con Jo?o. Transmitís el mensaje al mulato, después vais hacia el monte y me esperáis entre las piedras.
—?Vamos al Más Allá?