Cada hombre es una raza

—Pues yo desconfío mucho de él. Es un mulato. Ustedes no conocen las ma?as de esa gente.

 

—Pero ese hombre siguió su camino, ni siquiera entró en la plantación.

 

El padre consideró que tal vez Jo?o tenía razón. El extra?o parecía destinado a subir, allá donde los hombres no escriben huellas.

 

—Tienes razón, hijo. Pero que no se acerque.

 

Después de las lluvias, los hijos salieron a buscar al extranjero. Registraron los lugares, entre las piedras de la cumbre. Lo encontraron en la última altura, en la boca de una gruta. Miraron como sin querer: el mulato ya había descubierto el sitio donde morar. Parecía que tenía hambre de habitar la tierra en medio de ese olor todo verde. Vivía cerca del suelo, rastrero como ciertos animalitos. Sólo una hoguera y una manta aliviaban su cansancio. Jo?o y Chiqui?a observaban de lejos, sin valor para presentarse.

 

En casa, su padre reprochaba esas intromisiones:

 

—No vayan mucho para allá. Yo siempre les aconsejo: la lumbre se enciende al ser soplada.

 

Pero, en el fondo, a Constante le gustaba estar al tanto de las novedades. Inquiría sobre las cosas que veían. Los hijos devolvían palabras sueltas, pedazos de una foto rasgada. Después, el padre insistía: que no fueran mucho allá, tal vez era un loco peligroso. Sobre todo, era un mulato. Y declaraba: un mestizo no es ni sí ni no. Es un tal vez. Blanco si le conviene. Negro si le interesa. Y además, ?cómo olvidar la vergüenza que ellos traen de su madre? Chiqui?a intercedía: no serían todos así. Habría, ciertamente, tanto buenos como malos.

 

—Son ustedes los que no saben. No van allá y se acabó.

 

Por un tiempo, los hijos obedecieron. La muchacha, no tanto. Muchas veces volvía a subir fingiendo que iba a buscar le?a. El viejo padre, al ver cuánto tardaba, sospechaba la desobediencia. Pero se quedaba callado, en espera del destino.

 

Una noche, cuando el candil ya se consumía, Chiqui?a fue sorprendida al entrar. Su padre:

 

—?Dónde has estado?

 

—Fui allá, padre. No puedo mentir.

 

Constante Bene rumió la ofensa, meditó el castigo. Pero esta hija ya tiene el cuerpo de la difunta, pensó. Y se ablandó:

 

—Sabes, Chiqui?a: quien prohibe la miel es la propia abeja. ?Entiendes lo que te quiero decir?

 

Ella asintió con la cabeza. Hubo una lenta espera. Bene sopló la llama, invitando a la oscuridad. Invisibles, los dos se miraban mejor. Su padre, entonces, le preguntó:

 

—?El dijo algo?

 

—Sí.

 

—?Sí? ?Y qué te dijo ese mestizo?

 

Chiqui?a se quedó como si nada hubiera oído. Su padre aguardaba en la esquina de la curiosidad. Pero no se puede tardar en responder a un hombre viejo, por el debido respeto.

 

—?Qué pasa, hija? ?No me has oído?

 

—Es que no recuerdo lo que dijo ese hombre.

 

El padre se calló. Movió la silla para poder levantarse. Cerraba la ventana cuando, de nuevo, indagó:

 

—?Has llegado a saber si existen otros lugares en el mundo?

 

—Parece que sí.

 

El viejo sacudió los hombros, no dando crédito. Dio una vuelta en la sala, tropezándose con ruido. La hija quiso saber por qué no encendía la lamparilla.

 

—Para mí ya ha llegado la noche.

 

Chiqui?a se acomodó el pareo en el arco de los hombros. Después se sentó y se dejó estar. Se durmieron. Pero lo hicieron con el alma descubierta, lo que atrae malos sue?os.

 

En aquella pesadilla, el guardés sintió que estaba en el postrer instante. Y así vio que el mulato era un mussodja? y caminaba por el huerto de árboles frutales con su uniforme de guerrillero. Pero, con asombro, tocaba las naranjas y éstas se encendían, con llamas redondas. El naranjal parecía una plantación de candiles. Sobre el susurro de los follajes, se oían cantos:

 

 

Iripo, iripo

 

Ngondo iripo ?

 

 

 

De repente, he ahí a Tavares. Furioso, empu?ando una escopeta. ?Contra qué disparaba? Contra el suelo, contra los árboles, contra la monta?a. El colono le gritó:

 

—Y usted, Constante, ?qué guarda como guardés? Recoja esas naranjas, antes de que arda todo.

 

Constante titubeó. Pero el ca?ón de la escopeta, amagando su pecho, lo hizo obediente. árbol tras árbol se puso a recoger ardores hasta que sus dedos se convirtieron en una decena de llamas. El viejo despertó a gritos. Le escocían las manos. La hija le empapó los brazos con agua generosa. Aliviado, ocupó la silla, preparándose para encender la pipa.

 

—No, padre. No juegue más con fuego, deje que yo se la encienda.

 

—Ahora te pido una cosa, hija: no subas al monte nunca más.

 

Chiqui?a se lo prometió, pero con una falsa convicción. Porque, desde ese día, ella siguió volviendo tarde. Su padre no comentaba nada: sufría solo los dolores del presagio.

 

Cierta vez, en un imprevisto esperado, Chiqui?a se presentó muy erguida, con las manos cruzadas sobre el vientre.

 

—Padre, estoy embarazada.

 

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