Cada hombre es una raza

El barbero, indignado, ponía las manos en jarras:

 

—?No me cree? Estuvo sentado en la silla donde ahora está usted.

 

—Pero un hombre rico como ése, para colmo extranjero, iría a un salón de blancos. No se sentaría aquí, mesire. ?Nunca!

 

El barbero se fingía ofendido. Su palabra no podía ponerse en duda. Utilizaba entonces un último recurso:

 

—?Lo duda? Entonces voy a presentarles a un testigo. Ustedes lo van a ver, espérenme aquí.

 

Y salía, dejando a los clientes a la expectativa. Afonso era calmado por los demás.

 

—Baba Afonso, no lo tome en serio. Esta discusión no es más que una broma.

 

—No me gusta que digan mentiras.

 

—Pero eso ni siquiera es mentira. Es propaganda. Haga como que se lo cree y listo.

 

—Para mí es mentira —repetía el gordo Afonso.

 

—Tiene razón, Baba. Pero es una mentira que no perjudica a nadie.

 

El barbero no había ido muy lejos. Se había alejado sólo unos cuantos pasos para conversar con un viejo vendedor de hojas de tabaco. Regresaron los dos, Firipe y el viejo:

 

—Aquí está el viejo Jaim?o.

 

Y volviéndose hacia el vendedor, Firipe le ordenaba:

 

—Hable usted, Jaim?o.

 

El viejo carraspeaba a fondo antes de confirmar.

 

—Sí. Realmente yo vi al hombre de la foto. Le cortaron el pelo aquí. Soy testigo.

 

Y llovían las preguntas de los clientes:

 

—Pero ?usted llegó a oír a ese extranjero? ?Qué idioma hablaba?

 

—Ingrés.

 

—?Y con qué dinero pagó?

 

—Con monedas.

 

—Pero ?qué monedas?, ?escudos?

 

—No. Era dinero de otra parte.

 

El barbero se sentía satisfecho, pecho en proa. De vez en cuando, Jaim?o rebasaba lo acordado y se atrevía a contar otros detalles:

 

—Después, ese hombre fue al bazar a comprar cosas.

 

—?Qué cosas?

 

—Cebollas, naranjas, jabón. Compró también hojas de tabaco.

 

Baba Afonso saltaba de la silla, apuntando con su mano gorda:

 

—Ahora lo he pillado: un hombre de ésos no compra hojas de tabaco. Es puro cuento. Un tipo de esa categoría fuma tabaco con filtro.

 

Jaim?o, usted sólo está contando mentiras, patra?as, nada más. Jaim?o se sorprendía con la repentina terquedad. Miraba, receloso, al barbero y volvía a intentar un nuevo argumento:

 

—Huyyy, no es mentira. Hasta me acuerdo de que fue un sábado.

 

Después, había risas. Porque ésa no era una batalla seria, la razón de esa duda no pasaba de ser una broma.

 

Firipe se fingía enfadado y aconsejaba a los que dudaban que se fuesen a otra barbería.

 

—Listo, no tiene por qué fastidiarse, nosotros lo creemos, aceptamos su testimonio.

 

Y hasta Baba Afonso se rendía, prolongando el juego:

 

—Seguro que hasta ese cantante, Elvis Presley, también estuvo aquí en Maquinino para que le cortaran el pelo...

 

Pero Firipe Beruberu no trabajaba solo. Gaspar Vivito, un chico lisiado, ayudaba en la limpieza. Barría la arena con cuidado para no levantar polvo. Sacudía, lejos, los trapos. Firipe Beruberu siempre le ordenaba que tuviera precaución con los cabellos cortados.

 

—Entiérralos bien hondo, Vivito. No quiero bromas con el n'uantché-cuta.

 

Se refería a un pajarito que roba los pelos de la gente para fabricar su nido. Dice la leyenda que, en la cabeza del propietario ultrajado, ya no vuelve a crecer ni un pelo más. Firipe veía en el descuido de Gaspar Vivito la causa de todas las bajas en la clientela.

 

Sin embargo, no se le podía pedir mucho al ayudante. Porque él era un minusválido completo: las piernas se bamboleaban como si bailasen la marrabenta ? a toda hora. La cabeza peque?ita se sacudía sobre los hombros. Las palabras salían mezcladas con babas, salivando las vocales, escupiendo las consonantes. Y tropezaba cuando intentaba espantar a los ni?os que recogían azufaifas.

 

Al final de la tarde, cuando únicamente quedaba un cliente, Firipe le pedía a Vivito que pusiese todo en orden. A esa hora llegaban las reclamaciones. Si Vivito no tenía don de gentes, Firipe se esmeraba más en los chistes que en el arte de afeitar.

 

—Disculpe, mesire. Mi primo Salom?o me pidió que presentase esta queja: no le gusta cómo le ha cortado el pelo.

 

—?Y cómo se lo corté?

 

—Es que no le ha quedado ni un pelo, está totalmente pelado. Anda con la cabeza calva y hasta le brilla como si fuera un espejo.

 

—?Y no fue así como me lo pidió?

 

—No. E incluso ahora le da vergüenza salir. Por eso me ha pedido que viniese a reclamarle.

 

El barbero recibía la queja de buen humor. Hacía sonar las tijeras mientras hablaba:

 

—Mira, muchacho: dile que se lo deje así. Calvo, se ahorra el peine. Y que si le he cortado de más, lo tome como una propina.

 

Daba vueltas alrededor de la silla, se alejaba para apreciar su talento.

 

—Vamos, levántese, ya he terminado. Pero es mejor que se mire bien al espejo, no sea que después venga también su primo y reclame.

 

El barbero sacudía la toalla, esparciendo los cabellos. Invariablemente, el cliente unía sus protestas a las del quejica.

 

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