Por unos demonios más

—?Está bien! Pero tiene a tres pixies machos dando vueltas alrededor de ella y de su jardín y quiere que construya algo con ellos para que vea cómo trabajan y luego tomar su decisión en base a eso.

 

—?Tres! —dije, y agarré más fuerte mi olla de hechizos—. Dios santo. Matalina debe de estar encantada.

 

Jenks se dejó caer sobre mi hombro.

 

—Supongo —gru?ó—. Jih no cabe en sí de gozo. Le gustan todos. Yo robé a Matalina sin más y no me molesté en hacer el cortejo supervisado y tradicional que dura una estación. Jih quiere hacer una casita para libélulas. El pobre que gane va a necesitarla.

 

Quería mirarlo pero estaba demasiado cerca.

 

—?Que tú robaste a Matalina?

 

—Sí. Si hubiésemos seguido los trámites habituales nunca habríamos conseguido los jardines del camino principal ni los maceteros.

 

Me miré los pies y volví a caminar para no atizarle. Había ignorado la tradición para obtener una franja de jardín de metro ochocientos por dos metros y medio y unos maceteros. Ahora tenía un jardín amurallado de cuatro solares urbanos. A Jenks le iba bien. Tanto que sus hijos podían tomarse tiempo para realizar los rituales que marcaban su vida.

 

—Jih tiene suerte de tenerte ahí para ayudarla —dijo.

 

—Supongo —murmuró él, pero yo sabía que estaba ansioso por tener la oportunidad de orientar a su hija para que hiciese una buena elección sobre con quién pasar su vida. Quizá sea por eso por lo que yo sigo tomando esas decisiones tan estelares con mi propia vida amorosa, pensé, y luego sonreí tontamente al imaginarme a Jenks en una primera cita conmigo sometiendo al pobre tío al tercer grado. Maldita sea, ?Jenks habría puesto su sello de aprobación a Kisten?

 

Las ráfagas de aire que enviaban las alas de Jenks me refrescaron el sudor que me cubría el cuello.

 

—Bueno, tengo que irme. Me está esperando. Te veré esta noche.

 

—Claro —dije, y él echó a volar—. ?Felicítala de mi parte!

 

Se despidió y se marchó volando a toda velocidad. Yo lo observé durante un rato y luego retomé el camino a la puerta de atrás imaginándome el mal rato que les iba a hacer pasar a los tres pixies machos. Por la ventana de la cocina salía el aroma a magdalenas recién hechas; tomé aire y, tras respirar profundamente, subí las pocas escaleras que había. Me miré las suelas de las zapatillas, sacudí los pies y entré en la sala de estar destrozada. Los de Tres Tíos y Una Caja de Herramientas todavía no habían llegado y el olor a madera astillada se mezclaba con el aroma del horno. Me rugía el estómago, así que fui a la cocina. Estaba vacía a excepción de las magdalenas enfriándose sobre los hornillos y, después de dejar los esquejes junto al fregadero, me lavé las manos y miré el pan que se estaba enfriando. Al parecer, Ivy estaba despierta y estaba de humor para cocinar. Era raro, pero tenía que aprovechar la situación.

 

Haciendo malabares con una magdalena y la comida para pez, le di de comer al se?or Pez y después comí yo. Luego me puse una camiseta verde oscuro por encima de la otra y me tiré en el sofá, feliz de la vida. Me sobresaltó el ruido de unas garras arrastrándose y una bola naranja de terror felino pasó como una centella hacia la cocina y se metió debajo de mi silla. Luego entraron los pixies, que formaban un remolino de gritos agudos y de silbidos que hizo que me doliera la cabeza.

 

—?Fuera! —grité mientras me ponía de pie—. ?Largaos! La iglesia es su lugar seguro, así que marchaos.

 

Se formó una gruesa nube de polvo de pixie que me hizo llorar los ojos, pero después de alguna queja y varios murmullos de decepción, la pesadilla de Disney se marchó tan rápido como había llegado. Sonriendo, miré debajo de mi silla. Rex estaba agazapada con los ojos negros y la cola encogida: era la mismísima encarnación del miedo. Jenks ya debía de estar en casa de Jih y sus hijos sabían que les doblaría las alas hacia atrás hasta que les resbalase polvo si los pillaba molestando a su gata.

 

—?Qué ocurre, bomboncito? —le dije canturreando suavemente, ya que sabía que eso era mejor que intentar darle mimos—. ?Esos pixies malos te han molestado?

 

La gata apartó la mirada y se agachó, feliz de estar donde estaba. Yo resoplé y volví a acurrucarme sintiéndome como la gran protectora. Rex nunca intentaba llamar mi atención pero, cuando el peligro amenazaba, siempre acababa recurriendo a mí. Ivy decía que eran cosas de gatos. En fin.

 

Cogí la laca de u?as mientras comía con cuidado el desayuno entre pincelada y pincelada. El sonido de alguien arrastrando los pies desde el pasillo llamó mi atención y, al ver entrar a Ivy, sonreí. Llevaba puestas sus mallas de gimnasia y tenía un ligero brillo de sudor.

 

—? De qué iba todo eso? —preguntó mientras se acercaba a la cocina y sacaba una magdalena del molde.

 

Como tenía la boca llena, se?alé debajo de la silla.