Por unos demonios más

—No puedo. No lo haré. Yo también te quiero —dije, y luego me marché por la puerta y salí al vestíbulo antes de cambiar de opinión.

 

Apenas recuerdo bajar por las escaleras frías y oscuras por la pintura vieja y la moqueta deste?ida. Miré hacia arriba antes de entrar en el coche y vi la silueta sombría de Kisten tras las cortinas transparentes. Me recorrió un escalofrío que, al no contenerlo, hizo temblar las llaves que tenía en la mano. No sabía que la profundidad del control que los no muertos tenían sobre sus subordinados era tan fuerte que se someterían de buen grado a un asesinato planeado, y volví a darle gracias a Dios por no haber permitido que ningún vampiro, ni siquiera Ivy, me ligase a él. Aunque era aparentemente independiente y seguro de sí mismo, el bienestar mental de Kisten dependía del capricho de alguien a quien no le importaba una mierda. Y ahora no tenía nada. Excepto a mí intentando evitar que un vampiro sin rostro lo matase por deporte.

 

Nunca, pensé. Amaba a Kisten, pero nunca permitiría que un vampiro me ligase a él. Antes preferiría morir.

 

 

 

 

 

32.

 

 

El olor tranquilizante de vampiro y pixie se coló en los niveles superiores de mi mente, recorriendo el estado somnoliento y nebuloso del que estaba saliendo poco. Estaba calentita y cómoda y, mientras mi mente pasaba del sue?o a la consciencia, me di cuenta de que estaba hecha un ovillo en el sillón de Ivy, en el santuario, tapada con la camisa negra de seda de Jenks. No me molesté en analizar los motivos de haberme quedado dormida en el sillón de Ivy. Quizá simplemente necesitaba algo de consuelo, consciente de que se iba directa al infierno y que yo no podía hacer nada para evitarlo.

 

Espera un momento. ?Estoy durmiendo en el sillón de Ivy? Eso significaría que estaba…

 

—?Jenks! —grité, al darme cuenta de lo que había ocurrido y poniéndome de pie de un salto. Había venido a lavar la ropa de Kisten y al parecer me había quedado dormida, agotando así las ocho horas de inconsciencia con las que me habían hechizado—. ?Maldita sea, Jenks! ?Por qué no me has despertado?

 

Que Dios me ayude… Kisten. Lo había dejado solo y luego me había quedado dormida.

 

Me puse de pie de un salto para llamar a Kisten al móvil y de repente me detuve cuando mi cuerpo protestó al hacer aquel movimiento tan repentino, dolorido por haber dormido en una butaca. Hacía frío. Miré el reloj de la repisa de la chimenea que estaba sobre la tele al pasar y me cubrí los brazos con la camisa de Jenks, que estaba también fría. Estiré los hombros y sentí dolor; me dolía todo el cuerpo hasta los ri?ones. Estaba abrochando el primer botón cuando entré en la cocina. Allí dentro olía a lilas y a cera de velas y el reloj que había sobre el fregadero decía lo mismo.

 

?Las cinco y media? ?Cómo me podía haber quedado dormida sin más? Ayer no había dormido demasiado, pero ?acaso era tanto como para quedarme frita una noche entera? No había hecho ningún hechizo ni nada. Maldita sea, tendría que matar a alguien si Kisten no estaba bien.

 

—?Jenks! —volví a gritar. Entonces encontré el teléfono y marqué el número. No hubo respuesta y colgué antes de que me saltase el contestador. Sentí un miedo profundo e intenté tranquilizarme antes de hacer alguna estupidez.

 

Cogí aire, me giré para coger las llaves del coche y luego dudé, confusa.

 

?Dónde había dejado el bolso?

 

—?Jenks! ?Dónde demonios estás? —chillé mientras me frotaba el antebrazo dolorido. También me dolía la mu?eca y la moví mientras salía disparada hacia la sala de estar para ver si tenía el bolso allí mientras catalogaba innumerables dolores y molestias que iban desde el cuello tenso a un pie dolorido. ?Por qué estoy cojeando? No soy tan mayor.

 

De pronto me sentí intranquila ante tanto silencio y, con una mano sujetando todavía el antebrazo, miré la sala vacía totalmente confusa.

 

—Rachel —dijo la voz amortiguada y preocupada de Jenks un instante antes de entrar por la chimenea, dejando una estela plateada a su paso—. Has despertado.

 

Miré el espacio vacío, molesta, no porque hubiese entrado allí en busca de mi bolso y me hubiese olvidado de que la habitación estaba vacía, sino porque él parecía asustado. Debía estarlo.

 

—?Por qué no me has despertado? —exclamé mientras me tiraba de la camisa y él derramaba polvo mezclado con hollín—. Kisten lleva toda la noche solo, ?y no responde al teléfono!

 

—?Estás bien? —me preguntó él, acercándose demasiado, y yo me eché hacia atrás, lo cual hizo que se me resintiese del cuello.

 

—Aparte de quedarme dormida en mitad de mi maldito día y de haber dejado solo a Kisten, sí —dije con sarcasmo, apoyándome en un solo pie—. ?Por qué no me has despertado?