—Puede decir cualquier cosa delante de mi manada —dijo con tono agresivo.
—Bien. —Me alejé de David y él desarmó el rifle—. Pues hablaré con la se?ora Sarong.
La mujer, tranquila, le sonrió con malicia al hombre ofuscado y se giró para darle una instrucción a su hija. Estaba tan frustrada como el se?or Ray, pero estaba claudicando tranquilamente en lugar de insistir en que lo hiciésemos a su manera; parecía más due?a de sí. Intrigada, tomé nota de aquello para analizarlo después. Si es que hay un después.
—?Estás bien? —le susurré a David.
Podía oler el almizcle que desprendía, denso y embriagador, por su tensión. La tristeza había desaparecido y ahora era un hombre con aire competente y con un rifle que podría atravesar a un elefante. Era un asesino de vampiros. También funcionaría con los hombres lobo.
—Todo bien, Rachel —dijo, mirando con sus ojos marrones a todas partes excepto a mí—. Los mantendré donde están.
—Gracias —dije tocándole el antebrazo. él me miró y luego retrocedió un paso. Su abrigo rozó la parte superior de sus botas al moverse.
Yo solté un suspiro largo. Ya más relajada, me dirigí hacia la mesa que había a los pies de la escalera, pasando entre las dos facciones de hombres lobo y sus pistolas. Kisten seguía en medio de la sala y se me acercó cuando pasé junto a él. Se me puso de punta el vello de la nuca, pero era por los hombres lobo, no por él.
—Tengo esto controlado —dije en voz baja, apenas sin mover los labios—. ?Por qué no te vas a seguir doblando servilletas?
—Ya lo veo —dijo, sonriendo a pesar de la tensión que albergaba su suave voz. Jenks bajó del techo y se unió a nosotros y, bajo su atenta mirada, me froté la frente con las puntas de los dedos. Mierda, me estaba empezando a doler la cabeza. No era eso lo que había planeado, pero ?cómo iba yo a saber que ambos querían contratarme para que matase al otro?
—Creo que lo estás haciendo genial —dijo Jenks—. Hay dieciocho armas aquí dentro y todavía no han disparado ninguna. Diecinueve si cuentas la que tiene Patricia en la funda del muslo.
Agotada, miré atrás, adonde estaba la delgada mujer lobo. Sí, con esa falda tan corta una cartuchera de muslo iría muy bien.
Kisten me tocó el hombro.
—No pienso salir de esta habitación —dijo con sus ojos azules casi totalmente dilatados—. Pero es tu misión. ?Dónde quieres que nos pongamos Steve y yo?
Yo aminoré el paso, contenta de ver que el se?or Ray se había sentado frente a la se?ora Sarong. Eso sí, con metro y medio de separación entre ambos.
—?En la puerta? —propuse—. Uno de ellos probablemente haya pedido refuerzos y no quiero que esto se convierta en un concurso de a ver quién trae a más gente.
—Hecho —dijo, y se marchó con una ligera sonrisa. Habló con Steve y el enorme vampiro salió al aparcamiento con un teléfono móvil en su inmensa mano, marcando un número.
Satisfecha, me dirigí a la mesa. ?Diecinueve armas?, pensé, y se me hizo un nudo en el estómago. Qué bien. Quizá debería meterme en una burbuja, decir ?Adelante? y declarar vencedor a quien siguiese de pie después de cinco minutos.
—Jenks —dije mientras me aproximaba a la mesa—, mantente alejado, ?de acuerdo? ?Entendido? Se supone que solo tenemos que ser yo y ellos. Nadie más.
Todavía revoloteando, se puso una mano en la cadera. Sus facciones angulosas parecían arrugadas y lo hacían parecer más mayor de lo que era.
—?Nadie considera personas a los pixies! —protestó. Yo lo miré a los ojos fijamente—. Yo sí, y no sería justo.
Sus alas brillaron de vergüenza y satisfacción a la vez y desprendieron polvo. Asintió y se marchó a toda velocidad haciendo resonar sus alas de libélula.
Ya sola, cogí la silla que estaba de espaldas a la puerta de la cocina, segura de que nadie entraría por allí con Steve fuera. Podía sentir el aroma de la masa de pizza fermentando y el intenso olor de los tomates. Esa noche me apetecía pizza.
Me quité aquello de la cabeza, me centré, me puse el bolso en el regazo y lo abrí. Era agradable sentir el peso de mi pistola e intenté no pensar en las armas que el se?or Ray y la se?ora Sarong probablemente llevaban encima.
—Primero —dije, temblando por dentro a causa de la adrenalina—, me gustaría darles el pésame a ambos por la pérdida de sus miembros de la manada.
El se?or Ray, que estaba a mi derecha, se?aló con grosería a la se?ora Sarong.
—No toleraré que acoses a mi manada —dijo con las mejillas temblorosas—. La muerte de mi secretaria fue una declaración absoluta de guerra. Algo para lo que estoy preparado.
La se?ora Sarong sorbió por la nariz y lo miró con desprecio.
—Asesinar a mi ayudante es algo intolerable. No voy a fingir que no has sido tú.
?Dios!?Ya estaban otra vez!
—??Quieren dejarlo?! —exclamé.