Humo yespejos

Ya llevaba así casi una semana.

 

Apenas había cumplido los veinte a?os. Cuando hoy en día veo las partes de mi vida que quedan de aquellos tiempos, me siento incómodo, como si hubiera recibido un regalo sin haberlo pedido: una casa, una mujer, ni?os, una vocación. No tiene nada que ver conmigo, podría decir, inocentemente. Si es cierto que cada siete a?os cada célula de tu cuerpo muere y es substituida, entonces realmente he heredado mi vida de un hombre muerto; y las fechorías de aquellos tiempos se me han perdonado y están enterradas con los huesos de ese hombre.

 

Estaba en Los ángeles. Sí.

 

Al sexto día, recibí un mensaje de parte de una, digamos, antigua novia de Seattle: ella también estaba en Los ángeles y, a través de la red de amigos de amigos, se había enterado de que yo estaba por allí. ?Por qué no me pasaba por su casa?

 

Le dejé un mensaje en el contestador: claro que sí.

 

Aquella noche una mujer peque?a y rubia se acercó a mí cuando salí del lugar en el que me hospedaba. Ya había oscurecido.

 

Se me quedó mirando, como si estuviera intentando ajustarme a una descripción y, entonces, titubeante, dijo mi nombre.

 

—ése soy yo. ?Eres amiga de Nilla?

 

—Sí. El coche está ahí detrás. Vamos. Tiene muchas ganas de verte.

 

El coche de la mujer era uno de esos cacharros enormes y viejos con pinta de barca que parece que sólo se ven en California. Olía a tapicería de cuero agrietada y pelada. Salimos de donde fuera que estuviésemos y nos dirigimos adonde fuera que fuésemos.

 

Los ángeles era en aquella época un misterio total para mí; y no puedo decir que ahora la entienda mucho mejor. Entiendo Londres y Nueva York y París: se puede pasear por ellas, basta deambular una ma?ana para hacerse una idea de dónde está todo y también puedes coger el metro. Sin embargo, Los ángeles va de coches. En aquel entonces yo no conducía en absoluto; incluso hoy en día no conduzco en América. Para mí, los recuerdos de Los ángeles están enlazados por paseos en coches de otra gente, sin sentido alguno de la forma de la ciudad, de las relaciones entre la gente y el lugar. La regularidad de las carreteras, la repetición de la estructura y la forma significan que cuando intento pensar en ella como en una entidad, lo único que recuerdo es la profusión infinita de lucecitas que vi desde la colina del parque Griffith una noche, en mi primer viaje a la ciudad. Fue una de las cosas más bonitas que había visto jamás, desde aquella distancia.

 

—?Ves aquel edificio? —dijo mi conductora rubia, la amiga de Nilla. Era una casa estilo art decó de ladrillo rojo, encantadora y bastante fea.

 

—Sí.

 

—Lo construyeron en los a?os treinta —explicó, con respeto y orgullo.

 

Dije algo cortés, tratando de comprender una ciudad en la que cincuenta a?os se podían considerar mucho tiempo.

 

—Nilla está muy excitada. Cuando se enteró de que estabas en la ciudad, le hizo tanta ilusión.

 

—Tengo ganas de volver a verla.

 

El verdadero nombre de Nilla era Campanilla Richmond. No miento.

 

Estaba en casa de unos amigos, en un peque?o edificio de pisos, a más o menos una hora en coche del centro de Los ángeles.

 

Lo que debéis saber sobre Nilla: era diez a?os mayor que yo, tenía poco más de treinta a?os; tenía el pelo negro y brillante y labios rojos y desconcertados y la piel muy blanca, como la Blancanieves de los cuentos de hadas; la primera vez que la vi pensé que era la mujer más hermosa del mundo.

 

Nilla había estado casada durante un tiempo en algún momento de su vida y tenía una hija de cinco a?os llamada Susan. Yo nunca había visto a Susan: cuando Nilla estuvo en Inglaterra, Susan se había quedado en Seattle, con su padre.

 

Las personas que se llaman Campanilla llaman a sus hijas Susan.

 

La memoria es la gran embustera. Quizá hay algunos individuos cuyas memorias actúan como grabaciones, con registros diarios de sus vidas con todos los detalles incluidos, pero yo no soy uno de ellos. Mi memoria es un mosaico de acontecimientos, de sucesos discontinuos cosidos toscamente: las partes que recuerdo las recuerdo con precisión, mientras que otras secciones parecen haber desaparecido por completo.

 

Lo siguiente que recuerdo es estar sentado en el salón de Nilla con las luces bajas, el uno junto al otro, en su sofá.

 

Charlamos sobre temas triviales. Había pasado quizá un a?o desde que nos vimos por última vez. Sin embargo, un chico de veintiún a?os tiene poco que decirle a una mujer de treinta y dos y, pronto, al no tener nada en común, la acerqué a mí.

 

Se me arrimó con una especie de suspiro y me ofreció sus labios para que se los besara. En la penumbra, sus labios eran negros. Nos besamos un rato en el sofá y yo le acaricié los pechos por encima de la blusa y entonces ella dijo:

 

—No podemos follar. Tengo la regla.

 

—Bueno.

 

—Te la puedo chupar, si quieres.

 

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