Humo yespejos

Asentí con la cabeza, y ella me bajó la cremallera de los tejanos y bajó la cabeza hacia mi regazo.

 

Después de que me corriera, ella se levantó y corrió a la cocina. Oí como escupía en el fregadero y el sonido de agua que corría: recuerdo que me pregunté por qué lo hacía si odiaba tanto el sabor.

 

Entonces regresó y nos sentamos uno junto al otro en el sofá.

 

—Susan está arriba, durmiendo —dijo Nilla—. Sólo vivo por ella. ?Te gustaría verla?

 

—Me parece bien.

 

Subimos al segundo piso. Nilla me llevó a una habitación a oscuras. Había dibujos llenos de garabatos infantiles por todas las paredes —dibujos de hadas con alas y de palacios peque?os hechos con lápices de cera—, y una ni?a peque?a de pelo rubio estaba durmiendo en la cama.

 

—Es muy guapa —dijo Nilla y me besó. Tenía los labios ligeramente pegajosos—. Se parece a su padre.

 

Fuimos abajo. No teníamos nada más que decirnos, nada más que hacer. Nilla encendió la luz principal. Por primera vez, advertí que tenía patas de gallo diminutas junto a los extremos de los ojos, resultaba extra?o en su cara perfecta de mu?eca Barbie.

 

—Te quiero —dijo.

 

—Gracias.

 

—?Quieres que te lleve?

 

—?Si no te importa dejar sola a Susan…?

 

Se encogió de hombros y la acerqué a mí por última vez.

 

Por la noche, Los ángeles es todo luces. Y sombras.

 

Aquí hay un espacio en blanco en mi mente. Sencillamente, no recuerdo lo que sucedió a continuación. Ella debió de haberme llevado al sitio donde me alojaba, ?cómo, si no, habría llegado allí? Ni siquiera recuerdo haberle dado un beso de despedida. Quizá, solamente esperé en la acera y la vi alejarse en el coche.

 

Quizá.

 

Sí sé, sin embargo, que en cuanto llegué al sitio donde me alojaba me quedé ahí, sin más, incapaz de entrar, de lavarme y luego de dormir, no me apetecía hacer nada más.

 

No tenía hambre. No quería alcohol. No quería leer o hablar. Tenía miedo de alejarme demasiado, por si me perdía, asediado por los motivos repetitivos de Los ángeles, como si algo me hubiera de dar vueltas y luego tragarme, de modo que nunca sabría volver a casa. A veces me da la sensación de que el centro de Los ángeles no es más que un modelo, como un conjunto de calles que se repiten: una gasolinera, unas casas, un minicentro comercial (donuts, revelado de fotos, lavanderías automáticas, comida rápida), y que se repiten hasta hipnotizarte; además, los cambios minúsculos de los minicentros comerciales y de las casas sólo sirven para reforzar la estructura.

 

Pensé en los labios de Nilla. Entonces hurgué en un bolsillo de la chaqueta y saqué un paquete de cigarrillos.

 

Encendí uno, me tragué el humo, soplé humo azul al aire cálido de la noche.

 

Una palmera raquítica crecía frente al sitio donde me alojaba y decidí andar un poco, sin perder el árbol de vista, fumarme el cigarrillo, quizá incluso pensar; pero me sentía demasiado agotado para pensar. Me sentía muy asexuado y muy solo.

 

A más o menos una manzana de allí había un banco y, cuando llegué a él, me senté. Tiré la colilla del cigarrillo a la acera, con fuerza, y la vi arrojar chispas de color naranja.

 

Alguien dijo, ?te compro un cigarrillo, amigo. Toma?.

 

Una mano delante de mi cara, con una moneda de veinticinco centavos. Levanté la vista.

 

No parecía viejo, aunque no habría podido decir cuántos a?os tenía. Cerca de cuarenta, quizá. Unos cuarenta y cinco. Llevaba un abrigo largo y raído, sin color bajo las farolas amarillas, y tenía los ojos oscuros.

 

—Toma. Veinticinco centavos. Es un buen precio.

 

Dije que no con la cabeza, saqué el paquete de Marlboro, le ofrecí uno.

 

—Guárdate el dinero. Es gratis. Ten.

 

Cogió el cigarrillo. Le pasé la caja de cerillas (anunciaba un número de teléfono erótico; de eso me acuerdo) y encendió el cigarrillo. Me devolvió las cerillas y yo negué con la cabeza.

 

—Quédatelas. Siempre acabo acumulando cajas de cerillas en América.

 

—Ajá —se sentó a mi lado y se fumó el cigarrillo. Cuando se había fumado la mitad, le dio unos golpecitos al extremo encendido contra el hormigón, apagó el resplandor y se colocó la colilla detrás de la oreja.

 

—No fumo mucho —dijo—. Pero es una pena tirarlo.

 

Un coche venía a toda velocidad por la calle, virando de un lado al otro.

 

Había cuatro chicos dentro; los dos que iban delante estaban tirando del volante a la vez y riéndose. Llevaban las ventanillas bajadas y podía oír su risa y a los dos del asiento trasero (??Gaary, eres un gilipollas! ?Qué co?o te has metidooo, tíoooo??), y el ritmo vibrante de una canción de rock que yo no reconocía. El coche dio la vuelta a una esquina y lo perdimos de vista.

 

Pronto los sonidos también habían desaparecido.

 

—Te debo una —dijo el hombre del banco.

 

—?Cómo?

 

—Te debo algo. Por el cigarrillo. Y las cerillas. No querías aceptar mi dinero, así que te debo algo.

 

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