Humo yespejos

para beber y cojines en los que tenderse y, luego, con labios escarlata, le besó la frente.

 

Bailarinas cubiertas con velos se contonearon delante de él, vientres como dunas de arena, ojos como estanques del agua oscura de los oasis, púrpuras eran todas sus sedas y sus anillos eran de oro. Miró a las bailarinas mientras los sirvientes le traían comida, todo tipo de comida y vino tan blanco como la seda y vino tan tinto como el pecado.

 

Entonces, el vino creó buena locura en su vientre y su cabeza, y él saltó

 

en medio de las bailarinas y bailó con ellas, dando patadas en la arena,

 

saltando y pisando fuerte, y abrazó a la más bella de las bailarinas

 

y la besó. Pero sus labios se apretaron contra un cráneo seco y marcado por el desierto.

 

Y cada bailarina de púrpura se había convertido en huesos, pero seguían describiendo curvas y golpeando el suelo con los pies en su baile. Y sintió entonces la ciudad de las tiendas como arena seca, que silbaba y se escapaba entre sus dedos, y tembló y enterró la cabeza en su albornoz,

 

y sollozó, de modo que ya no podía oír los tambores.

 

Estaba solo, dijo, cuando despertó. Las tiendas habían desaparecido y también los efrits.

 

El cielo estaba azul, el sol era implacable. Eso fue hace toda una vida.

 

Vivió para contar el relato. Se reía con encías sin dientes y nos dijo lo siguiente: desde entonces ha visto la ciudad de las tiendas de seda en el horizonte, bailando en la calima.

 

Le pregunté si fue un espejismo, y dijo que sí. Dije que fue un sue?o,

 

y él asintió, pero dijo que el sue?o era del desierto, no suyo. Y me dijo que al cabo de un a?o más o menos, cuando hubiera envejecido lo suficiente para cualquier hombre, caminaría contra el viento, hasta que viera las tiendas. Esta vez, dijo, se iría con ellos.

 

 

 

 

 

DEGUSTACIONES

 

 

él tenía un tatuaje en la parte alta del brazo, un corazón peque?o, hecho en azul y rojo. Debajo había una zona de piel rosada, donde habían borrado un nombre.

 

Estaba lamiéndole el pezón izquierdo, lentamente. Con la mano derecha le acariciaba la nuca.

 

—?Qué pasa? —preguntó ella.

 

él levantó la vista.

 

—?A qué te refieres?

 

—Parece como si estuvieras, no sé, en otro sitio —dijo ella—. Oh… eso me gusta. Me gusta mucho.

 

Estaban en la suite de un hotel. Era la suite de la mujer. él sabía quién era, la había reconocido en el acto, pero le habían advertido que no la llamase por su nombre.

 

él levantó la cabeza para mirarle a los ojos, bajó la mano hasta el pecho de ella. Ambos estaban desnudos de cintura para arriba. Ella llevaba una falda de seda; él llevaba tejanos azules.

 

—?Y bien? —dijo ella.

 

él posó la boca sobre la de la mujer. Sus labios se tocaron. La lengua de la mujer se movió trémula contra la suya. Ella suspiró, se echó atrás.

 

—Bueno, ?qué pasa? ?No te gusto?

 

él sonrió, para tranquilizarla.

 

—?Que si me gustas? Creo que eres maravillosa —dijo. La abrazó, fuerte. Luego, le cogió el pecho izquierdo con la mano ahuecada y, muy despacio, lo apretó. Ella cerró los ojos.

 

—Bueno, dime —susurró ella—, ?qué pasa?

 

—Nada —dijo él—. Es maravilloso. Tú eres maravillosa. Eres muy hermosa.

 

—Mi ex marido solía decir que yo utilizaba mi belleza —le dijo ella. Le pasó el dorso de la mano por la parte de delante de los tejanos, arriba y abajo. él empujó hacia ella, arqueando la espalda—. Supongo que tenía razón. —Ella sabía el nombre que él le había dado, pero, segura de que era falso, de conveniencia, no quería llamarle por ese nombre.

 

él le tocó la mejilla. Entonces, volvió a llevar la boca al pezón. Esta vez, mientras lo lamía, bajó la mano entre sus piernas. Sintió la suavidad de la seda del vestido contra su mano, y ahuecó los dedos sobre el pubis y aumentó la presión lentamente.

 

—Bueno, algo pasa —dijo ella—. Algo te ronda por esa bonita cabeza. ?Estás seguro de que no quieres hablar de ello?

 

—Es una tontería —dijo él—. Y no estoy aquí por mí. Estoy aquí por ti.

 

Ella le desabrochó los botones de los tejanos. él se dio la vuelta y se los quitó, dejándolos caer en el suelo junto a la cama. Llevaba calzoncillos finos color escarlata y su pene erecto empujaba contra la tela.

 

Mientras se quitaba los tejanos, ella se quitó los pendientes; estaban hechos de alambres de plata que formaban un lazo elaborado. Los puso con cuidado junto a la cama.

 

De repente, él se rió.

 

—?A qué viene eso? —preguntó ella.

 

—Sólo un recuerdo. Strip poker —dijo él—. Cuando era peque?o, no sé, tendría trece o catorce a?os, solíamos jugar con las ni?as de la casa de al lado. Siempre se cargaban de fruslerías: collares, pendientes, pa?uelos, cosas así. Así que cuando perdían, se quitaban un pendiente o lo que fuera. Diez minutos después, nosotros estábamos desnudos y avergonzados y ellas seguían completamente vestidas.

 

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