—?Adónde vas?
—No tengo por qué escuchar todo esto —dijo Regan—. En serio, no tengo por qué escucharlo.
Hacía demasiado calor en la casa. Regan bajó las escaleras, en calzoncillos nada más. Entró en la cocina, los pies descalzos hacían ruidos pegajosos en el vinilo.
Una de las puertas de las ratoneras estaba cerrada.
Cogió la trampa. Parecía un poquitín más pesada que antes. Abrió la puerta con cuidado, sólo un poco. Dos ojitos le miraron. Pelaje marrón claro. Volvió a cerrar la puerta y oyó que algo escarbaba dentro de la trampa.
?Ahora qué?
No podía matarlo. No era capaz de matar nada.
La ratonera verde despedía un olor acre y la parte de abajo estaba pegajosa por la meada del ratón. Regan lo llevó con cautela al jardín.
Se había levantado una brisa suave. La luna estaba casi llena. Se arrodilló en el suelo, puso la trampa con cuidado sobre la hierba seca.
Abrió la puerta del pasillo peque?o y verde.
—Huye —susurró, sintiéndose avergonzado por el sonido de su voz al aire libre—. Huye, ratoncito.
El ratón no se movió. Veía su nariz junto a la puerta de la trampa.
—Vamos —dijo Regan. Luz de luna brillante; lo veía todo, iluminado nítidamente y cubierto de sombras, como si no tuviese color.
Empujó la trampa suavemente con el pie.
Entonces el ratón salió a toda pastilla. Salió corriendo de la trampa, luego se detuvo, se giró y se fue saltando hasta el bosque.
Entonces volvió a detenerse. El ratón miró en dirección a Regan. Regan estaba convencido de que le estaba mirando. Tenía unas manitas minúsculas y rosadas. En aquellos momentos Regan casi se sintió paternal. Sonrió, con nostalgia.
Un relámpago gris en la noche y el ratón colgó, forcejeando en vano, de la boca de un gran gato gris de ojos verdes que ardían en la noche. Entonces el gato se metió de un salto en la maleza.
Pensó por un momento en perseguir al gato, en liberar al ratón de sus fauces…
Se oyó un grito agudo en el bosque; sólo un sonido nocturno, pero por un instante Regan pensó que parecía casi humano, como una mujer chillando de dolor.
Lanzó la peque?a ratonera de plástico lo más lejos que pudo. Esperaba oír un estrépito satisfactorio cuando chocara contra algo, pero cayó sin hacer ruido entre los arbustos.
Entonces Regan volvió adentro y cerró la puerta de la casa tras él.
EL CAMBIO DEL MAR
Ahora es un buen momento para escribir esto, ahora, con el ruido de los guijarros barridos por las olas, y la lluvia inclinada, muy, muy fría, tamborileando, salpicando en el techo de hojalata hasta que apenas puedo oírme pensar, y por encima de todo el aullido bajo del viento. Créeme, podría arrastrarme hasta las olas negras ahora,
pero eso sería una tontería, bajo la nube oscura.
?óyenos ahora cuando Te gritamos
por los que están en peligro en el mar.?
Mis labios esbozan el himno antiguo, espontáneo,
quizá estoy cantando en voz alta. No sabría decirlo.
No soy viejo, pero cuando me despierto sufro dolores atroces, los restos antiguos de un naufragio. Mírame las manos.
Encallecidas por las olas y el mar: y retorcidas,
se parecen a algo que podría encontrarme en la playa, después de una tormenta.
Sostengo el bolígrafo como un anciano.
Mi padre llamaba a un mar como éste ?un creador de viudas?.
Mi madre decía que el mar siempre era un creador de viudas, incluso cuando estaba gris y en calma como el cielo. Y tenía razón.
Mi padre se ahogó con buen tiempo.
A veces me pregunto si sus huesos han llegado hasta la orilla arrastrados por las olas, o si, de haberlo hecho, yo los habría reconocido,
retorcidos y pulidos por el mar como estarían.
Yo era un chico de diecisiete a?os, tan gallito como cualquier otro joven que cree que puede hacer de la mar su amada,
y le había prometido a mi madre que no me haría a la mar.
Me colocó de aprendiz en una papelería, y me pasaba los días con resmas y manos de papel; pero cuando ella murió cogí sus ahorros y me compré una barca peque?a. Cogí las nasas y las redes llenas de polvo de mi padre, recluté una tripulación de tres hombres, todos mayores que yo, y dejé los tinteros y las plumas para siempre.
Hubo meses buenos y también malos.
Muy, muy frío, el mar era glacial y salado, las redes me cortaban las manos, los sedales eran juguetones y peligrosos; aun así,
no habría renunciado a ello por nada del mundo. No entonces.
El aroma salado de mi mundo me aseguraba que viviría eternamente.
Deslizándome por las olas con buena brisa,
el sol detrás de mí, más veloz que una docena de caballos por las crestas blancas de las olas, aquello sí que era vivir.
La mar cambia de humor a menudo, enseguida lo aprendes.
El día sobre el que ahora escribo, estaba intranquila, de mal genio, el viento venía de los cuatro puntos cardinales,
las olas muy picadas. No lograba adivinar sus intenciones.
No nos divisaban desde tierra, cuando vi una mano,