Regan comprobó las trampas. No habían tocado ninguna de las dos. Entonces vagó por los pasillos.
Al final, telefoneó a Gwen. La primera vez marcó mal, los dedos le resbalaron por los números del teléfono y la larga sucesión de dígitos le confundió. Lo intentó otra vez.
Un timbre, luego su voz en la línea.
—Asociados de Contabilidad Aliada, buenas tardes.
—?Gwennie? Soy yo.
—?Regan? ?Eres tú, no? Esperaba que algún día me llamaras. Te he echado de menos —su voz era lejana; los crujidos y el zumbido transatlánticos la alejaban aún más de él.
—Es caro.
—?Has vuelto a pensar en regresar?
—No lo sé.
—?Y cómo está tu mujercita?
—Janice está… —hizo una pausa. Suspiró—. Janice está bien.
—He empezado a acostarme con el nuevo director de ventas —dijo Gwen—. Después de que te fueras. No le conoces. Ya hace seis meses que te fuiste, así que, ?qué iba a hacer, eh?
En aquel momento se le ocurrió a Regan que eso era lo que más odiaba de las mujeres: su sentido práctico. Gwen siempre le había hecho usar un condón, aunque a él no le gustaban, mientras que ella también usaba un diafragma y un espermicida. A Regan le daba la sensación de que por alguna parte de todo aquello se perdía un grado de espontaneidad, de romanticismo, de pasión. Le gustaba que el sexo fuera algo que simplemente pasaba, medio en su cabeza, medio fuera. Algo repentino y lascivo y poderoso.
Sintió un dolor punzante en la frente.
—?Y qué tiempo hace allí? —preguntó Gwen, alegremente.
—Calor —dijo Regan.
—Ojalá lo hiciera aquí. Lleva semanas lloviendo.
él dijo algo acerca de lo mucho que le gustaba volver a oír su voz. Después colgó el teléfono.
Regan comprobó las trampas. Seguían vacías.
Caminó hasta su despacho y puso la televisión.
—… es una peque?ina. Esto es lo que significa feto. Y un día llegará a ser mayor. Tiene deditos en las manos y en los pies… hasta tiene u?itas en los dedos de los pies.
Había una imagen en la pantalla: era roja y latía y estaba poco definida. Pasó a una mujer con una sonrisa inmensa, que abrazaba a un bebé.
—Algunos peque?os como ella llegarán a ser enfermeros o profesores o músicos. Un día, puede que uno de ellos llegue a ser incluso presidente.
De vuelta a la cosa rosada, que llenaba la pantalla.
—Pero esta peque?ina nunca llegará a ser mayor. Ma?ana la van a matar. Y su madre dice que no es un asesinato.
Cambió de canal hasta que encontró I Love Lucy, la nada perfecta de fondo, luego encendió el ordenador y se puso a trabajar.
Después de pasar dos horas persiguiendo un error de menos de cien dólares por columnas de números al parecer interminables, le empezó a doler la cabeza. Se levantó y salió al jardín.
Echaba de menos tener un jardín; echaba de menos los céspedes ingleses como Dios manda con hierba inglesa como Dios manda. La hierba de aquí estaba marchita y marrón y era escasa, los árboles tenían barbas de liquen como si salieran de una película de ciencia ficción. Siguió un camino hasta el bosque que había detrás de la casa. Una cosa gris y de líneas elegantes se deslizaba por detrás de los árboles.
—Ven, gatito, gatito —le llamó Regan—. Ven, minino minino minino.
Se acercó al árbol y miró detrás. El gato —o lo que pudiera haber sido— había desaparecido.
Algo le picó en la mejilla. Se pegó sin pensar, bajó la mano y descubrió que estaba manchada de sangre y que en ella había un mosquito, medio aplastado, que aún se movía.
Volvió a la cocina y se sirvió una taza de café. Echaba de menos el té, pero es que aquí no tenía el mismo sabor.
Janice llegó a casa hacia las seis.
—?Cómo ha ido?
Se encogió de hombros.
—Bien.
—?Sí?
—Sí.
—He de volver la semana que viene —dijo—. Para una revisión.
—?Quieren asegurarse de que no se han dejado ningún instrumento dentro de ti?
—Lo que sea —dijo ella.
—He hecho espaguetis a la bolo?esa —dijo Regan.
—No tengo hambre —dijo Janice—. Me voy a la cama.
Subió al primer piso.
Regan trabajó hasta que los números dejaron de cuadrar. Subió y entró silenciosamente en el dormitorio a oscuras. Se quitó la ropa a la luz de la luna, la dejó caer en la alfombra y se deslizó entre las sábanas.
Sentía a Janice a su lado. Le temblaba el cuerpo y la almohada estaba mojada.
—?Jan?
Ella le daba la espalda.
—Ha sido horrible —susurró en la almohada—. Me ha dolido tanto. Y no han querido darme una anestesia adecuada ni nada. Me han dicho que podían darme una inyección de Valium si quería, pero que allí ya no tenían anestesista. La mujer me ha dicho que se había ido porque no soportaba la presión y que de todos modos eso habría costado otros doscientos dólares y que nadie quería pagar…
?Me ha dolido tanto —ahora estaba llorando, diciendo las palabras entrecortadamente como si se las estuviesen arrancando—. Tanto.
Regan salió de la cama.