Benham volvió a mover la cabeza. La verdad era que no había estado escuchando.
—Le cambiaremos los antibióticos. Si los otros aún no han conseguido acabar con esta enfermedad, estoy seguro de que éstos lo harán. Probablemente también eliminen esa otra sensación, puede que sólo sea un efecto secundario de los antibióticos.
El joven le miraba fijamente.
A Benham le pareció que tendría que decir algo más.
—Quizá debería intentar salir un poco más —dijo.
El joven se levantó.
—A la misma hora la semana que viene. Nada de sexo, nada de copas, nada de leche después de las pastillas —el doctor recitó su letanía.
El hombre se marchó. Benham le observó detenidamente, pero no veía nada extra?o en su forma de andar.
El sábado por la noche, el Dr. Jeremy Benham y su esposa, Celia, asistieron a una cena que daba un colega profesional. Benham se sentó junto a un psiquiatra extranjero.
Empezaron a hablar mientras comían el primer plato.
—El problema de decirle a la gente que eres psiquiatra —dijo el psiquiatra, que era americano y enorme y tenía una cabeza con forma de bala y parecía un marino mercante—, es que acabas viendo cómo intentan comportarse con normalidad el resto de la noche —soltó una risita, baja y lasciva.
Benham también se rió y, como estaba sentado al lado de un psiquiatra, se pasó el resto de la noche intentando comportarse con normalidad.
Bebió demasiado vino durante la cena.
Después del café, cuando ya no se le ocurría nada más que decir, le contó al psiquiatra (que se llamaba Marshall, aunque le dijo a Benham que le llamase Mike) lo que recordaba de las ideas delirantes de Simon Powers.
Mike se rió.
—Suena divertido. Quizá un poquitín espeluznante. Pero no tiene por qué preocuparse. Es probable que sólo sea una alucinación provocada por una reacción a los antibióticos. Se parece un poco al síndrome de Capgras. ?Han oído hablar de eso por aquí?
Benham asintió con la cabeza, entonces pensó y luego dijo:
—No.
Se sirvió otro vaso de vino, haciendo caso omiso de su esposa, que había fruncido los labios y había hecho un movimiento negativo casi imperceptible con la cabeza.
—Bueno, el síndrome de Capgras —dijo Mike—, es un delirio muy original. Hace cinco a?os salió todo un artículo sobre ello en The Journal of American Psychiatry. Básicamente, es cuando alguien cree que las personas importantes de su vida —la familia, compa?eros de trabajo, los padres, los seres amados, lo que sea— han sido substituidas por —?fíjese!— dobles exactos.
?No se aplica a toda la gente que conocen, sólo a una selección. A menudo no es más que una persona de su vida. Y tampoco va acompa?ado de ideas delirantes. Es sólo eso. Gente con graves trastornos emocionales y tendencias paranoicas.
El psiquiatra se hurgó la nariz con la u?a del pulgar.
—Una vez me topé con un caso, hará dos o tres a?os.
—?Le curó?
El psiquiatra miró a Benham de reojo y sonrió, ense?ando todos los dientes.
—En psiquiatría, doctor a diferencia, quizá, del mundo de las clínicas de enfermedades transmitidas sexualmente, no existe nada que se llame cura. Sólo existe la adaptación.
Benham tomó un sorbo de vino tinto. Más tarde se le ocurrió que nunca habría dicho lo que dijo después de no ser por el vino. Al menos, no en voz alta.
—Supongo… —hizo una pausa y recordó una película que había visto cuando era un adolescente. (?Algo sobre ultracuerpos?)— Supongo que nadie comprobó jamás si a esa gente se la había sacado de en medio y se la había substituido por dobles exactos…
Mike-Marshall —lo que fuera— le echó una mirada rarísima a Benham y se dio la vuelta para hablar con el vecino del otro lado.
Benham, por su parte, siguió intentando comportarse con normalidad (fuera lo que fuese eso) y fracasó de manera lamentable. Se emborrachó muchísimo, empezó a refunfu?ar sobre ?la puta gente de las colonias? y tuvo una discusión violenta con su mujer cuando la fiesta ya había terminado, todo cosas que no ocurrían con especial normalidad.
Después de la pelea, la mujer de Benham cerró la puerta del dormitorio con llave y le dejó fuera.
él se echó en el sofá de abajo, se tapó con una manta arrugada y se masturbó con los calzoncillos puestos. La simiente caliente salió a chorros sobre su estómago.
A altas horas de la noche, le despertó una sensación fría en las entra?as.
Se limpió con la camisa de etiqueta y volvió a dormirse.
Simon era incapaz de masturbarse.
Quería hacerlo, pero su mano no se movía. Estaba junto a él, sana, bien; pero era como si hubiese olvidado cómo hacer que le respondiera. Lo cual era ridículo, ?no?
?No?
Empezó a sudar. Las gotas de sudor le caían de la cara y de la frente a las sábanas blancas de algodón, pero el resto de su cuerpo estaba seco.