En su mente.
Después, se quedaba dormido, cómodo y seguro en un mundo que él controlaba, y dormía sin so?ar. O, al menos, nunca recordaba sus sue?os por la ma?ana.
La ma?ana en que empezó, le despertó la radio (?…doscientos muertos y un gran número de heridos; y ahora conectamos con Jack para las noticias del tiempo y del tráfico…?), se levantó de la cama con gran esfuerzo y entró a trompicones, con la vejiga dolorida, en el cuarto de ba?o.
Levantó el asiento del váter y orinó. Fue como si estuviese meando agujas.
Tuvo que orinar otra vez después del desayuno —con menos dolor, ya que el flujo no era tan abundante—, y tres veces más antes de la comida.
Le dolió todas las veces.
Se dijo que no podía ser una enfermedad venérea. Eso era algo que cogían otras personas y algo (pensó en sus últimas relaciones sexuales, hacía ya tres a?os) que cogías de otras personas. Lo cierto es que no se podía coger de los asientos del váter, ?verdad? Eso no era más que un chiste, ?no?
Simon Powers tenía veintiséis a?os y trabajaba en un gran banco de Londres, en la sección de valores. Tenía pocos amigos en el trabajo. A su único verdadero amigo, Nick Lawrence, un canadiense solitario, hacía poco que le habían trasladado a otra sucursal y Simon se sentaba solo en el comedor del personal, mirando el paisaje de mecano de la zona portuaria, comiéndose a desgana una ensalada verde mustia.
Alguien le dio un golpecito en el hombro.
—Simon, hoy me han contado uno bueno. ?Quieres oírlo? —Jim Jones era el payaso de la oficina, un hombre joven moreno y vehemente que aseguraba tener en los calzoncillos un bolsillo especial para los condones.
—Uhm. Claro.
—Ahí va. ?Cuál es el nombre colectivo de la gente que trabaja en las cajas?
—?El qué?
—El nombre colectivo. Ya sabes, como un reba?o de ovejas o una manada de leones. ?Te rindes?
Simon asintió.
—Una polectividad de cajeros.
Simon debía de tener cara de no entender nada, porque Jim suspiró y dijo:
—Polectividad de cajeros. Colectividad de pajeros. Dios, qué lento eres…
Entonces, al ver a un grupo de mujeres jóvenes en una mesa lejana, Jim se enderezó la corbata y se llevó su bandeja adonde estaban ellas.
Simon oyó cómo Jim les contaba el chiste a las mujeres, esta vez con movimientos de mano adicionales.
Todas lo entendieron de inmediato.
Simon dejó la ensalada en la mesa y volvió al trabajo.
Aquella noche se sentó en la silla de su habitación amueblada, con la televisión apagada, e intentó recordar lo que sabía sobre enfermedades venéreas.
Estaba la sífilis, que te llenaba la cara de pústulas y volvía locos a los reyes de Inglaterra; la gonorrea —las purgaciones—, un flujo mucoso verde y más locura; ladillas, piojitos púbicos, que anidaban y picaban (se examinó el vello púbico con una lupa, pero no se movía nada); el SIDA, la plaga de los ochenta, un llamamiento a jeringas limpias y hábitos sexuales más seguros (pero, ?qué podía ser más seguro que una paja limpia para uno en un montón de pa?uelos de papel nuevos?); herpes, que tenía algo que ver con llagas en la boca (se comprobó los labios en el espejo, tenían buen aspecto). Eso es todo lo que sabía.
Así que se fue a la cama y se durmió muy inquieto, sin atreverse a masturbarse.
Aquella noche so?ó con mujeres diminutas de caras anodinas, que caminaban formando filas interminables entre edificios de oficinas descomunales, como un ejército de hormigas soldado.
Simon no hizo nada respecto al dolor durante otros dos días. Esperaba que se fuera o que mejorase solo. No lo hizo. Empeoró. El dolor continuaba hasta una hora después de orinar; notaba el pene en carne viva y magullado por dentro.
Al tercer día, telefoneó al consultorio de su médico para pedir hora. Le horrorizaba tener que decirle a la mujer que contestó el teléfono cuál era el problema y se sintió aliviado, y quizá sólo un poco decepcionado, cuando ella no se lo preguntó sino que se limitó a darle hora para el día siguiente.
Le dijo a su superiora del banco que le dolía la garganta y que tendría que ir al médico para que le examinara. Sentía como le ardían las mejillas cuando se lo decía, pero ella no hizo ningún comentario y simplemente le dijo que no había problema.
Al salir de su despacho, descubrió que estaba temblando.
Era un día gris y lluvioso cuando llegó al consultorio del médico. No había cola y entró inmediatamente. No era el médico que siempre le atendía, vio Simon, reconfortado. Era un joven paquistaní, de la edad de Simon más o menos, que le interrumpió cuando recitaba los síntomas tartamudeando y preguntó:
—?Así que estamos orinando más de lo habitual, eh?
Simon asintió.
—?Alguna secreción?
Simon negó con la cabeza.
—Muy bien. Quisiera que se bajara los pantalones, si no le importa.
Simon se los bajó. El médico le miró el pene detenidamente.
—Sí que tiene una secreción, ?sabe? —dijo.