Humo yespejos

Simon se volvió a subir los pantalones.

 

 

—Bien, Sr. Powers, dígame, ?cree que es posible que alguien le haya contagiado una, uh, enfermedad venérea?

 

Simon lo negó enérgicamente.

 

—No he practicado el sexo con nadie… —casi dijo ?nadie más?— …desde hace unos tres a?os.

 

—?No? —era obvio que el médico no le creía. Olía a especias exóticas y tenía los dientes más blancos que Simon había visto jamás—. Bueno, ha contraído o bien gonorrea o bien UNE. Probablemente sea UNE: uretritis no específica, que es menos famosa y menos dolorosa que la gonorrea, pero que tratarla puede ser un co?azo. La gonorrea se quita con una dosis grande de antibióticos. Acaba con la mierda esa… —dio dos palmadas fuertes—. Así, ya está.

 

—Entonces, ?no lo sabe?

 

—?Qué es? No, qué va. Ni siquiera intentaré descubrirlo. Le voy a enviar a una clínica especial, que se ocupa de ese tipo de cosas. Le daré una nota para que la lleve —sacó un bloc de notas con membrete del cajón—. ?A qué se dedica, Sr. Powers?

 

—Trabajo en un banco.

 

—?Es cajero?

 

—No —negó con la cabeza—. Estoy en valores. Trabajo de oficinista para dos directores adjuntos —se le ocurrió algo—. No tienen por qué estar al corriente de esto, ?verdad?

 

El doctor puso cara de asombro.

 

—Dios santo, claro que no.

 

Escribió una nota, con letra cuidadosa y redonda, en la que consignaba que Simon Powers, de veintiséis a?os, tenía algo que probablemente era UNE. Tenía una secreción. Decía que no había practicado el sexo durante tres a?os. Tenía molestias. Podrían hacerle saber los resultados de los análisis, por favor. La firmó con un garabato. Luego le dio una tarjeta con la dirección y el número de teléfono de una clínica especial.

 

—Tenga. Aquí es donde ha de ir. No se preocupe, le pasa a mucha gente. ?Ve todas las tarjetas que tengo aquí? No se preocupe, pronto estará como nuevo. Llámeles cuando llegue a casa y pida hora.

 

Simon cogió la tarjeta y se levantó para irse.

 

—No se preocupe —dijo el médico—. No será difícil de tratar.

 

Simon asintió con la cabeza e intentó sonreír.

 

Abrió la puerta para salir.

 

—Y, por lo menos, no es nada muy grave, como la sífilis —dijo el médico.

 

Las dos mujeres mayores que estaban sentadas fuera en la sala de espera del vestíbulo alzaron la vista encantadas por haber oído aquellas palabras por casualidad y miraron ávidamente a Simon, mientras se alejaba.

 

Deseó estar muerto.

 

Fuera, en la acera, esperando a que llegase el autobús que le llevaría a casa, Simon pensaba: yo tengo una enfermedad venérea. Yo tengo una enfermedad venérea. Yo tengo una enfermedad venérea. Una y otra vez, como un mantra.

 

Debería ir tocando una campana mientras caminaba.

 

En el autobús intentó no acercarse demasiado a los demás pasajeros. Estaba seguro de que lo sabían (?no lo deducían por las marcas de la peste que tenía en la cara?); y, al mismo tiempo, se sentía avergonzado de tener que ocultárselo.

 

Regresó al piso y fue directo al cuarto de ba?o, esperando ver una cara purulenta de película de terror, un cráneo putrefacto cubierto de moho azul, que le devolviera la mirada desde el espejo. En cambio, vio un empleado de banco de unos veinticinco a?os, de mejillas rosadas, pelo rubio y piel perfecta.

 

Se sacó el pene torpemente y lo examinó con atención. No era ni de un verde gangrenoso ni de un blanco leproso, sino que tenía un aspecto absolutamente normal, excepto por la punta ligeramente hinchada y la secreción clara que lubricaba el agujero. Se dio cuenta de que la exudación le había manchado los calzoncillos blancos por la entrepierna.

 

Simon se sentía furioso consigo mismo y aún más furioso con Dios por haberle dado una (digamos) (dosis de purgaciones) que obviamente le tocaba a otra persona.

 

Aquella noche se masturbó por primera vez en cuatro días.

 

Fantaseó con una colegiala de braguitas de algodón azul que se transformó en una mujer policía, después en dos mujeres policía y después en tres.

 

No le dolió en absoluto hasta que tuvo un orgasmo; entonces fue como si alguien le estuviera metiendo una navaja dentro de la polla. Como si estuviera eyaculando mil alfileres.

 

Empezó a llorar en la oscuridad, pero si era por el dolor o por alguna otra razón, menos fácil de identificar, ni Simon lo sabía seguro.

 

Aquella fue la última vez que se masturbó.

 

La clínica estaba situada en un hospital Victoriano y adusto en el centro de Londres. Un hombre joven de bata blanca miró la tarjeta de Simon y cogió la nota del médico y le dijo que tomara asiento.

 

Simon se sentó en una silla de plástico naranja cubierta de huellas marrones de cigarrillos.

 

Se quedó mirando el suelo unos minutos. Luego, tras haber agotado aquella forma de entretenimiento, miró las paredes y, al final, al no tener otra opción, a las demás personas.

 

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