Humo yespejos

Eran todos hombres, gracias a Dios —las mujeres estaban arriba, en el siguiente piso—, y había más de doce.

 

Los que estaban más cómodos era los del tipo obrero y muy macho, que venían por décima o centésima vez, con cara de estar muy satisfechos consigo mismos, como si fuera lo que fuese que hubiesen cogido se tratase de una prueba de su virilidad. Había unos cuantos caballeros de ciudad de traje y corbata. A uno de ellos se le veía relajado; llevaba un teléfono móvil. Otro, escondido tras el Daily Telegraph, estaba sonrojado, avergonzado de encontrarse allí; había hombrecitos de bigotes ralos y gabardinas gastadas, vendedores de periódicos, quizá, o profesores jubilados; un caballero malayo rechoncho que fumaba cigarrillos sin filtro, uno tras otro, encendiendo cada cigarrillo con la colilla del anterior, de modo que la llama nunca se apagaba, sino que se transmitía de un cigarrillo moribundo al próximo. En un rincón había una pareja gay. Ninguno de los dos parecía tener más de dieciocho a?os. Se veía claramente que aquella también era su primera cita, por el modo en que no dejaban de echar miradas a su alrededor. Se cogían de la mano, discretamente, con los nudillos blancos. Estaban aterrorizados.

 

Simon se sintió reconfortado. Se sintió menos solo.

 

—Se?or Powers, por favor —dijo el hombre de recepción. Simon se levantó, consciente de que todas las miradas estaban puestas en él, de que le habían identificado y nombrado delante de toda aquella gente. Un doctor pelirrojo, jovial y de bata blanca le esperaba.

 

—Sígame —dijo.

 

Recorrieron algunos pasillos, entraron en el consultorio del médico por una puerta en la que ponía DR. J. BENHAM escrito con rotulador en una hoja de papel blanco enganchada con celo al cristal esmerilado.

 

—Soy el doctor Benham —dijo el doctor. No le tendió la mano—. ?Tiene una nota de su médico?

 

—Se la di al hombre de recepción.

 

—Ah —el Dr. Benham abrió un expediente que estaba en el escritorio que tenía delante. Había una etiqueta impresa por ordenador en el margen. Ponía:

 

Inscrito 2 jul. 90. Varón. 90/00666.L

 

Powers, Simon, Sr.

 

Nacido 12 oct. 63. Soltero.

 

Benham leyó la nota, miró el pene de Simon y le entregó una hoja de papel azul del expediente. Tenía la misma etiqueta, pegada a la parte de arriba.

 

—Tome asiento en el pasillo —le dijo—. Una enfermera vendrá a buscarle.

 

Simon esperó en el pasillo.

 

—Son muy delicadas —dijo el hombre muy bronceado que estaba sentado a su lado, sudafricano por el acento o quizá zimbabuense. Un acento colonial, en todo caso.

 

—?Cómo dice?

 

—Muy delicadas. Las enfermedades venéreas. Piénselo. Se puede coger un resfriado o una gripe sólo por estar en la misma habitación que otra persona que lo tenga. Las enfermedades venéreas necesitan calor y humedad, y contacto íntimo.

 

La mía no, pensó Simon, pero no dijo nada.

 

—?Sabe qué es lo que me horroriza? —dijo el sudafricano.

 

Simon negó con la cabeza.

 

—Decírselo a mi mujer —dijo el hombre, y se quedó callado.

 

Una enfermera vino y se llevó a Simon. Era joven y bonita, y él la siguió hasta su cubículo. Le cogió el papel azul.

 

—Quítese la chaqueta y levántese la manga derecha.

 

—?La chaqueta?

 

Ella suspiró.

 

—Para el análisis de sangre.

 

—Ah.

 

El análisis de sangre fue casi agradable, comparado con lo que vino después.

 

—Bájese los pantalones —le dijo la enfermera. Tenía un marcado acento australiano. Su pene se había contraído, retraído fuertemente hacia sí mismo; estaba gris y arrugado. Se descubrió queriendo decirle que normalmente era mucho más grande, pero entonces ella cogió un instrumento metálico con una espiral de alambre en el extremo, y deseó que fuera aún más peque?o.

 

—Meta el pene en la base y empuje hacia delante varias veces.

 

Lo hizo. Ella le introdujo la espiral en la punta del pene y la hizo girar hacia dentro. él hizo una mueca de dolor. Ella embadurnó un portaobjetos de cristal con la secreción. Luego se?aló un frasco de cristal que estaba sobre una estantería.

 

—?Puede orinar ahí dentro, por favor?

 

—?Cómo, desde aquí?

 

Ella frunció los labios. Simon sospechó que debía de haber oído aquel chiste treinta veces al día desde que estaba trabajando allí.

 

La enfermera salió del cubículo y le dejó solo.

 

Por lo general, a Simon le costaba mear y a menudo tenía que esperar en los lavabos hasta que se había ido todo el mundo. Envidiaba a los hombres que entraban en el lavabo con indiferencia, se bajaban la cremallera y sostenían conversaciones alegres con sus vecinos del urinario de al lado, mientras regaban la porcelana blanca con su orina amarilla. él con frecuencia ni siquiera podía mear.

 

No conseguía hacerlo en aquel momento.

 

La enfermera entró otra vez.

 

—?No ha habido suerte? No se preocupe. Vuelva a tomar asiento en la sala de espera y el doctor le hará pasar dentro de un minuto.

 

—Bueno —dijo el Dr. Benham—. Tiene UNE. Uretritis no específica.

 

Simon asintió con la cabeza y luego dijo:

 

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