Hacemos lo que podemos, todo el mundo tiene derecho a ganarse el pan honradamente; estamos en bancarrota, se?or, a todos nos han dejado en el paro, pero tenemos que arreglárnoslas, silbar durante el bombardeo, ése es el negocio. El precio mínimo no es ningún robo.
?El martes por la ma?ana, entonces, con las palomas?
Asiento y corro las cortinas. Hay propaganda por todas partes.
Llegarán a ti,
de un modo u otro llegarán a ti; un día
encontraré mi metro bajo tierra, no pagaré billete, sólo ?Esto es el infierno y quiero salir de aquí?, y entonces las cosas serán sencillas otra vez.
Vendrá a por mí como un dragón por un túnel oscuro.
EL BARRENDERO DE LOS SUE?OS
Cuando se han acabado los sue?os, cuando te has despertado y has dejado el mundo de locura y gloria por el yugo mundano y diurno, a través de los escombros de tus fantasías abandonadas camina el barrendero de sue?os.
?Quién sabe lo que era cuando estaba vivo? O si, en realidad, estuvo vivo alguna vez. Seguro que no contestará tus preguntas. El barrendero habla poco, con su voz áspera y gris, y, cuando habla, es más que nada sobre el tiempo y las perspectivas, victorias y derrotas de ciertos equipos deportivos. Desprecia a todo el que no es él.
Justo cuando te despiertas viene a ti y barre y recoge reinados y castillos, y ángeles y búhos, monta?as y océanos. Barre la lujuria y el amor y los amantes, los sabios que no son mariposas, las flores de carne, el correr de los ciervos y el hundimiento del Lusitania. Barre y recoge todo lo que dejaste en tus sue?os, la vida que llevabas puesta, los ojos por los que mirabas, el examen que nunca pudiste encontrar. Uno a uno los barre: la mujer de dientes afilados que te hundió los dientes en la cara; las monjas de los bosques; el brazo muerto que salió del agua tibia del ba?o; los gusanos escarlata que te recorrían el pecho cuando te abriste la camisa.
Lo barrerá y lo recogerá: todo lo que dejaste al despertar. Luego, lo quemará, para dejar el escenario limpio para tus sue?os de ma?ana.
Trátale bien, si le ves. Sé educado con él. No le hagas preguntas. Aplaude las victorias de sus equipos, dile cuánto sientes sus derrotas, dale la razón respecto al tiempo. Tenle el respeto que él opina que se le debe.
Porque hay personas a las que ya no visita, el barrendero de sue?os, con sus cigarrillos liados a mano y su dragón tatuado.
Las has visto. Les tiembla la boca y sus ojos miran fijamente, y farfullan y lloriquean y gimotean. Algunos recorren las ciudades vestidos con andrajos, sus pertenencias bajo los brazos. Otros están encerrados en la oscuridad, en lugares donde ya no pueden hacer da?o, ni a ellos mismos ni a otros. No están locos, o mejor dicho la pérdida del juicio es el menor de sus problemas. Es peor que la locura. Te lo dirán, si les dejas: son los que viven, cada día, en los escombros de sus sue?os.
Y si el barrendero de sue?os te abandona, nunca volverá.
PARTES FORáNEAS
La ENFERMEDAD VENéREA es una enfermedad contraída como consecuencia de una relación impura. Las horribles consecuencias constitucionales que esta afección puede tener como resultado —consecuencias que podrían contaminar todas las fuentes de salud y ser transmitidas para circular en la sangre joven de los vástagos inocentes, y el temor a las cuales podría perseguir a la mente durante a?os—, son sin duda consideraciones terribles, demasiado terribles para que la enfermedad no sea una de aquellas que deben tratarse sin vacilar con asistencia médica.
—SPENCER THOMAS, DR., L.U.R.C. (EDIM.),
DICCIONARIO DE MEDICINA Y CIRUGíA DOMéSTICA, 1882.
A Simon Powers no le gustaba el sexo. No mucho.
Le disgustaba tener a otra persona con él en la misma cama; sospechaba que se corría demasiado pronto; siempre le daba la molesta sensación de que su actuación estaba siendo calificada de algún modo, como un examen de conducir o de práctica.
Había echado un polvo en la universidad algunas veces y una vez, hacía tres a?os, después de la fiesta de fin de a?o de la oficina. Sin embargo, aquello se había acabado y, en lo que concernía a Simon, él lo había dejado del todo.
Se le ocurrió una vez, durante un momento de poco trabajo en la oficina, que le habría gustado vivir en la época de la reina Victoria, en que las mujeres bien educadas no eran más que mu?ecas sexuales resentidas en el dormitorio: se desataban las ballenas, se soltaban las enaguas (dejando al descubierto una carne de un blanco tirando a rosa), luego se recostaban y sufrían las indignidades del acto carnal, una indignidad de la que nunca se les habría ocurrido siquiera que se suponía que debían disfrutar.
Lo archivó para más tarde, otra fantasía masturbatoria.
Simon se masturbaba mucho. Cada noche, a veces incluso más si no podía dormir. Tardaba todo el tiempo, mucho o poco, que quería en tener un orgasmo. Además, en su mente, se había acostado con todos. Estrellas de cine y televisión; mujeres de la oficina; colegialas; las modelos desnudas que hacían mohines en las páginas arrugadas de Fiesta; esclavas sin rostro y encadenadas; chicos bronceados con cuerpos como los dioses griegos…
Noche tras noche, desfilaban ante él.
Era más seguro así.