Humo yespejos

—Michael Moorcock, en conversación, Notting Hill, 1976.

 

Habían pasado seis meses. Richard ya había celebrado la bar mitzvah y pronto iba a cambiar de colegio. él y J. B. C. MacBride estaban sentados sobre la hierba fuera del colegio por la noche temprano, leyendo libros. Los padres de Richard se estaban retrasando en venir a recogerle del colegio.

 

Richard estaba leyendo El asesino inglés. MacBride estaba enfrascado en La novia del diablo.

 

Richard se dio cuenta de que estaba mirando la página con los ojos entrecerrados. Aún no había oscurecido totalmente, pero ya no podía leer. Todo se estaba volviendo gris.

 

—?Mac? ?Qué quieres ser cuando seas mayor?

 

La noche era cálida y la hierba estaba seca y era cómoda.

 

—No lo sé. Un escritor, tal vez. Como Michael Moorcock. O T. H. White. ?Y tú?

 

Richard se quedó pensando. El cielo era de un gris violeta y una luna fantasma flotaba en lo alto, como una rodaja de un sue?o. Arrancó una brizna de hierba y la cortó lentamente entre los dedos, tira a tira. Ya no podía decir ?Un escritor? también. Parecería que le estaba copiando. Además, no quería ser un escritor. No del todo. Había otras cosas que ser.

 

—Cuando sea mayor —dijo, pensativo, al final—, quiero ser un lobo.

 

—Eso no ocurrirá nunca —dijo MacBride.

 

—Quizá no —dijo Richard—. Ya veremos.

 

Se encendieron las luces tras las ventanas del colegio, una a una, haciendo que el cielo violeta pareciera más oscuro que antes, y la noche veraniega era suave y silenciosa. En esa época del a?o, el día dura una eternidad y la noche nunca llega de verdad.

 

—Me gustaría ser un lobo. No todo el tiempo. Sólo a veces. En la oscuridad. Atravesaría los bosques corriendo como un lobo por la noche —dijo Richard, más que nada a sí mismo—. Nunca le haría da?o a nadie. No sería esa clase de lobo. Sólo correría y correría eternamente a la luz de la luna, a través de los árboles, y nunca me cansaría o me quedaría sin aliento y nunca tendría que detenerme. Eso es lo que quiero ser cuando sea mayor…

 

Arrancó otro tallo largo de hierba, le quitó las briznas expertamente y empezó a masticarlo despacio.

 

Y los dos ni?os se quedaron sentados solos en la penumbra gris, uno junto al otro, y esperaron a que empezase el futuro.

 

 

 

 

 

COLORES FRíOS

 

 

I.

 

El cartero me despierta a las nueve,

 

y resulta que no es el cartero sino un vendedor ambulante de palomas, que grita,

 

?Palomas gordas, palomas puras, de un blanco paloma, de un gris pizarra, palomas vivas, que respiran,

 

nada de porquerías reanimadas, se?or?.

 

Tengo palomas de sobra y se lo digo.

 

Me dice que es nuevo en el negocio,

 

antes formaba parte de una compa?ía de éxito moderado de análisis de valores financieros

 

pero le despidieron, le sustituyeron por un ordenador con el RS232 conectado a una esfera de cuarzo.

 

?Aun así, no puedo quejarme, una puerta se abre, otra da un portazo, hay que estar al día, se?or, hay que estar al día.?

 

Me tiende una paloma gratis

 

(Para atraer clientela nueva,

 

cuando haya probado nuestras palomas, ya no se fijará en ninguna otra) y baja las escaleras ufano y cantando,

 

?Palomas vivas, vivitas vivas?.

 

Las diez en punto después de haberme ba?ado y afeitado (aplicados los ungüentos de juventud eterna y de cierta atracción sexual de sus recipientes de plástico) llevo la paloma a mi estudio;

 

repaso el círculo de tiza que rodea mi vieja Dell 310, cuelgo guardas en cada esquina del monitor, y hago lo necesario con la paloma.

 

Entonces enciendo el ordenador: resopla y zumba, en su interior los ventiladores soplan como vientos de tormenta en océanos viejos listos para ahogar a pobres mercaderes.

 

Autoexec terminado, dice con un pitido:

 

Haré, haré, haré…

 

 

 

II.

 

Las dos y estoy paseando por un Londres conocido —o lo que era un Londres conocido antes de que el cursor eliminase ciertas certezas— observo a un hombre de traje y corbata que amamanta al Organizador de Psiones que se aloja en su bolsillo superior, su interfaz de serie como una boca fresca que busca su pecho para alimentarse, sensación familiar, y yo observo cómo mi aliento echa vapor al aire.

 

Frío como la teta de una bruja es Londres hoy en día, nunca pensarías que es noviembre,

 

y de bajo tierra los sonidos de trenes retumban.

 

Misterioso: los metros son casi legendarios en estos tiempos, se paran sólo para vírgenes y puros de corazón, la primera parada Avalon, Lyonesse o las Islas de los Bienaventurados. Quizá recibes una postal y quizá no.

 

De todos modos, mirar por cualquier sima demuestra de manera concluyente que no hay espacio bajo Londres para pasos subterráneos; me caliento las manos junto a un abismo.

 

Las llamas lamen hacia arriba.

 

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