Humo yespejos

Aquel a?o parecía que había un libro nuevo de Moorcock cada semana. Los compraba en la estación de Victoria, de camino a las lecciones de bar mitzvah.

 

Había unos pocos que no lograba encontrar —Ladrona de almas, Desayuno en las ruinas— y al final, con cierta aprensión, los encargó a la dirección que había en el dorso de los libros y le pidió a su padre que le hiciera un cheque.

 

Cuando llegaron los libros, contenían una factura por 25 peniques: los precios de los libros eran más altos que en la lista original. No obstante, ya tenía un ejemplar de Ladrona de almas y otro de Desayuno en las ruinas.

 

En el dorso de Desayuno en las ruinas había una biografía de Moorcock que decía que había muerto de cáncer de pulmón el a?o anterior.

 

Richard se pasó varias semanas disgustado. Eso significaba que ya no habría más libros, nunca jamás.

 

Aquella puta biografía. Poco después de que saliera, estaba en un concierto de Hawkwind, con un colocón de la hostia, y la gente no hacía más que acercarse a mí y yo creía que estaba muerto. No hacían más que repetir, ?Estás muerto, estás muerto?. Más tarde, me di cuenta de que estaban diciendo, ?Pero si creíamos que estabas muerto?.

 

—Michael Moorcock, en conversación, Notting Hill, 1976.

 

Estaba el Campeón Eterno y luego estaba el Compa?ero de los Campeones. Moonglum era el compa?ero de Elric, siempre alegre, el complemento perfecto para el príncipe pálido, que era presa del mal humor y de las depresiones.

 

Había un multiverso ahí fuera, rutilante y mágico. Estaban los agentes del equilibrio, los Dioses del Caos y los Se?ores del Orden. Estaban las razas más antiguas, altas, pálidas y élficas, y los Reinos Jóvenes, llenos de gente como él. Gente estúpida y aburrida.

 

A veces esperaba que Elric encontrase la paz lejos de la espada negra. Pero no funcionaba así. Tenían que estar los dos: el príncipe blanco y la espada negra.

 

Una vez desenvainada, la espada ansiaba sangre, necesitaba que la clavaran en una carne trémula. Luego le extraía el alma a la víctima y alimentaba el cuerpo débil de Elric con su energía.

 

Richard se estaba obsesionando con el sexo; incluso había tenido un sue?o en el que hacía el amor con una chica. Justo antes de despertarse, so?ó cómo sería tener un orgasmo: era una sensación de amor intensa y mágica, centrada en tu corazón; eso es lo que era, en su sue?o.

 

Una sensación de felicidad profunda, trascendente y espiritual.

 

Nada de lo que experimentó estuvo jamás a la altura de aquel sue?o.

 

Nada se acercó siquiera.

 

El Karl Glogauer de He aquí el hombre no era el Karl Glogauer de Desayuno en las ruinas, concluyó Richard; aun así, le causaba un orgullo extra?o y blasfemo leer Desayuno en las ruinas en la capilla del colegio, en la sillería del coro. Siempre y cuando fuera discreto, a nadie parecía importarle.

 

Era el chico del libro. Por siempre y para siempre.

 

La religiones le daban vueltas en la cabeza: el fin de semana estaba dedicado a las pautas y al lenguaje complicados del judaísmo; cada ma?ana entre semana a las solemnidades con vidrieras y olor a madera de la iglesia anglicana; y las noches pertenecían a su propia religión, la que se había inventado para él, un panteón extra?o y multicolor en el que los Se?ores del Caos (Arioco, Xiombarg y los demás) se codeaban con el Fantasma Errante de DC Comics y Sam el Buda embaucador del Se?or de la luz de Zelazny y con vampiros y gatos parlantes y ogros y todas las cosas de los Libros de Hadas coloreados de Lang: una religión en la que todas las mitologías existían al mismo tiempo en una magnífica anarquía de creencias.

 

Sin embargo, Richard por fin había renunciado (lamentándolo un poco, hay que admitirlo) a su creencia en Narnia. Desde los seis a?os —durante media vida— había creído devotamente en todo lo relacionado con Narnia; hasta que, el a?o anterior, releyendo El viaje del amanecer por centésima vez quizá, se le había ocurrido que la transformación del desagradable Eustace Scrub en un dragón y su posterior conversión a la creencia en Aslan el león se parecía muchísimo a la conversión de San Pablo en el camino a Damasco; si su ceguera fuera un dragón…

 

Al habérsele ocurrido esto, Richard encontró correspondencias por todas partes, demasiadas para que se tratase de una mera coincidencia.

 

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