Humo yespejos

—No seas idiota —dijo entre dientes alguien que estaba cerca de Richard—. ?Y si el Murch vuelve? Te matará —se oyeron risitas nerviosas.

 

Richard se giró y miró. Un chico mayor tenía una erección, se estaba frotando arriba y abajo con la mano lentamente bajo la ducha, y la exponía con orgullo a los demás ni?os.

 

Richard se apartó.

 

Falsificar era demasiado fácil.

 

Richard hacía una imitación pasable de la firma del Murch, por ejemplo, y una versión excelente de la letra y la firma del profesor encargado de su grupo. El profesor que se encargaba de su grupo era un hombre alto, calvo y seco llamado Trellis. Se tenían aversión desde hacía a?os.

 

Richard usaba las firmas para conseguir cuadernos en blanco de la papelería, donde daban papel, lápices, bolígrafos y reglas al presentar una nota firmada por un profesor.

 

Richard escribía cuentos y poemas y hacía dibujos en los cuadernos.

 

Después del ba?o, Richard se secó con la toalla y se vistió deprisa; tenía un libro al que volver, un mundo perdido al que regresar.

 

Salió del edificio despacio, la corbata torcida, el faldón de la camisa agitándose, leyendo sobre Lord Greystoke y preguntándose si de verdad había un mundo dentro del mundo donde volaban dinosaurios y nunca era de noche.

 

La luz del día empezaba a desaparecer, pero aún quedaban unos cuantos ni?os fuera del colegio, jugando con pelotas de tenis, y un par jugaban a los chinos junto al banco. Richard estaba apoyado contra la pared de ladrillo rojo y leía, el mundo exterior cerrado, las indignidades de los vestuarios olvidadas.

 

—Eres una vergüenza. Grey.

 

?Yo?

 

—Mírate. Llevas la corbata completamente torcida. Eres una vergüenza para el colegio. Eso es lo que eres.

 

El chico se llamaba Lindfield, estaba dos cursos por encima de él, pero ya era tan alto como un adulto.

 

—Mírate la corbata. En serio, mírala.

 

Lindfield tiró de la corbata verde de Richard, tiró fuerte, dejando un nudo peque?o y apretado.

 

—Patético.

 

Lindfield y sus amigos se fueron.

 

Elric de Melniboné estaba de pie junto a las paredes de ladrillo rojo del edificio del colegio, mirándole. Richard tiró del nudo de la corbata, intentando aflojarlo. Le estaba lastimando la garganta.

 

Buscaba a tientas por el cuello.

 

No podía respirar; pero no era eso lo que le preocupaba, sino ponerse en pie. Richard había olvidado de repente cómo ponerse en pie. Fue un alivio descubrir lo blando que se había vuelto el camino de ladrillos donde estaba cuando éste subió lentamente para abrazarle.

 

Estaban de pie juntos bajo el cielo nocturno adornado de miles de estrellas enormes, cerca de las ruinas de lo que podría haber sido en otro tiempo un templo antiguo.

 

Los ojos de rubí de Elric le miraban. Se parecían, pensó Richard, a los ojos de un conejo blanco especialmente feroz que Richard había tenido, antes de que royera el alambre de la jaula y huyera al campo de Sussex para aterrorizar a zorros inocentes. Tenía la piel totalmente blanca; su armadura, ornamentada y elegante, cubierta de dise?os intrincados, era totalmente negra. Su pelo blanco y fino revoloteaba alrededor de sus hombros como si hubiera una brisa, pero el aire estaba quieto.

 

—?Así que quieres ser compa?ero de héroes? —preguntó. Su voz era más dulce de lo que Richard se había imaginado.

 

Richard asintió.

 

Elric le puso un dedo largo bajo la barbilla a Richard, le alzó el rostro. Ojos de sangre, pensó Richard. Ojos de sangre.

 

—Tú no eres ningún compa?ero, chico —dijo en el Habla Alta de Melniboné.

 

Richard siempre había sabido que entendería el Habla Alta cuando la oyera, aunque siempre hubiese estado flojo en latín y francés.

 

—Bueno, ?qué soy, entonces? —preguntó—. Dímelo, por favor. Por favor…

 

Elric no contestó. Se alejó de Richard y entró en el templo en ruinas.

 

Richard corrió tras él.

 

Dentro del templo, Richard encontró una vida que le estaba esperando, lista para que se la pusiera y la viviera y, dentro de esa vida, había otra. Cada vez que se probaba una vida, se metía en ella y ésta tiraba de él más adentro, alejándole del mundo de donde venía; una a una, existencia tras existencia, ríos de sue?os y campos de estrellas, un halcón con un gorrión en las garras vuela bajo sobre la hierba y aquí hay personas diminutas e intrincadas que esperan a que él les llene la cabeza de vida, y pasan miles de a?os y está ocupado con un trabajo extra?o de gran importancia y belleza intensa, y le aman y le honran, y entonces un tirón fuerte y es…

 

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