Humo yespejos

Tras llenar los dos primeros, se quedó sentado chupando el bolígrafo, buscando injusticias que le hubieran hecho y gente sin la que el mundo estaría mucho mejor.

 

Se fumó un cigarrillo. Se paseó por la habitación.

 

?Ajá! Había un profesor de física en un colegio al que había ido que se había deleitado amargándole la vida. ?Cómo se llamaba el hombre? Y, a propósito, ?seguía vivo? Peter no estaba seguro, pero escribió El profesor de física, Instituto de la calle Abbot junto al número tres. El siguiente se le ocurrió más fácilmente: su jefe de sección se había negado a subirle el sueldo hacía un par de meses; que al final el aumento hubiese llegado era irrelevante. Sr. Hunterson fue el número cuatro.

 

Cuando tenía cinco a?os, un ni?o llamado Simon Ellis le había vertido pintura sobre la cabeza mientras otro ni?o llamado James no sé cuántos le había sujetado y una ni?a llamada Sharon Hartsharpe se había reído. Fueron los números del cinco al siete, respectivamente.

 

?Quién más?

 

Estaba el hombre de la televisión, el de la risita molesta que daba las noticias. Lo puso en la lista. ?Y qué había de la mujer del piso de al lado y su perrito ladrador que se cagaba en el vestíbulo? Los puso a ella y a su perro en el nueve. El diez fue el más difícil. Se rascó la cabeza y fue a la cocina para prepararse una taza de café, entonces volvió corriendo y escribió Mi tío abuelo Mervyn en décimo lugar. Se rumoreaba que el anciano era bastante rico y había una posibilidad (aunque algo escasa) de que le dejara algún dinero a Peter.

 

Con la satisfacción de haber aprovechado bien la noche, se fue a la cama.

 

El lunes en Clamages fue rutinario; Peter era dependiente superior en la sección de libros, un trabajo que en realidad implicaba muy poco. Llevaba la lista firmemente agarrada en la mano, dentro del bolsillo, y se regocijaba por la sensación de poder que le daba. Pasó una hora de comer muy agradable en la cantina con la joven Gwendolyn (que no sabía que él les había visto a ella y a Archie cuando entraron juntos en el almacén) e incluso le había sonreído al joven refinado de la sección de contabilidad cuando se cruzó con él en el pasillo.

 

Le expuso su lista con orgullo a Kemble aquella noche.

 

El peque?o vendedor puso cara larga.

 

—Me temo que esto no son diez personas, Sr. Pinter —explicó—. Ha contado a la mujer del piso de al lado y a su perro como una persona, lo que lo sube a once, y eso costaría —hizo uso rápidamente de su calculadora de bolsillo—, setenta libras más. ?Y si nos olvidamos del perro?

 

Peter negó con la cabeza.

 

—El perro es tan malo como la mujer. O peor.

 

—Entonces, me temo que tenemos un peque?o problema. A menos que…

 

—?Qué?

 

—A menos que quisiera usted aprovechar nuestra tarifa al por mayor. Pero, claro, el se?or no estaría…

 

Hay palabras que le hacen cosas a la gente; palabras que hacen que los rostros de la gente enrojezcan por la felicidad, la emoción o la pasión. Medioambiental puede ser una de ellas; ocultismo es otra. Al por mayor era la de Peter. Se reclinó en la silla.

 

—Hábleme de ello —dijo con la seguridad en sí mismo de un comprador con experiencia.

 

—Bien, se?or —dijo Kemble, permitiéndose una risita—, se lo podemos, eh, hacer al por mayor, a diecisiete libras con cincuenta por persona por cada presa después de las primeras cincuenta o a un billete de diez libras por cada una a partir de las doscientas.

 

—?Supongo que bajarían a un billete de cinco si quisiera que liquidasen a mil personas?

 

—Oh, no, se?or —Kemble puso cara de asombro—. Si hablamos de cifras así, podemos hacerlo a una libra por persona.

 

—?Una libra?

 

—Exacto. No hay un margen de beneficios muy grande, pero la alta facturación y productividad lo justifican de sobra.

 

Kemble se levantó.

 

—?Ma?ana a la misma hora, se?or?

 

Peter asintió con la cabeza.

 

Mil libras. Mil personas. Peter Pinter ni siquiera conocía a mil personas. Aun así… estaba el Parlamento. No le gustaban los políticos; se peleaban y discutían y re?ían tanto.

 

Y en realidad…

 

Tuvo una idea, escandalosa por su descaro. Atrevida. Audaz. Aun así, la idea estaba allí y no quería irse. Una prima lejana suya se había casado con el hermano menor de un conde o un barón o algo parecido…

 

De camino a casa del trabajo aquella tarde, pasó por una tiendecita junto a la que había pasado mil veces sin entrar. Tenía un letrero grande en el escaparate —que te garantizaba que averiguaban tu linaje e incluso te dibujaban un escudo de armas si daba la casualidad de que habías perdido el tuyo—, y un mapa heráldico digno de admiración.

 

Fueron muy amables y le telefonearon justo después de las siete para darle la información.

 

Si aproximadamente catorce millones setenta y dos mil ochocientas once personas morían, él, Peter Pinter, sería Rey de Inglaterra.

 

No tenía catorce millones setenta y dos mil ochocientas once libras: pero sospechaba que cuando se hablaba de cifras así, el Sr. Kemble tendría uno de sus descuentos especiales.

 

El Sr. Kemble lo tenía.

 

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