Humo yespejos

la música estaba tan alta que la podías oír con los huesos, y era entonces cuando algo se los llevaba, silenciosamente, fuera lo que fuese. Les partía la cabeza. Los desgarraba y convertía en despojos.

 

Nadie oía los gritos por encima del estruendo de los viejos éxitos y las olas.

 

Era el a?o del renacimiento del death metal.

 

Se llevó quizá a unos doce, los arrastró hasta el mar, muerte por la ma?ana temprano.

 

Roth dijo que creía que era un cártel de la droga rival, apostó más guardias, hizo volar en círculos a helicópteros y colocó flotadores para cuando volviera. Como hizo, una y otra vez.

 

Pero en las cámaras y los vídeos no se veía nada en absoluto.

 

No tenían ni idea de lo que era, y aun así,

 

les arrancaba los miembros y la cabeza,

 

desgarraba bolsas salinas de pechos hinchados, dejaba testículos reducidos por los esteroides en la playa como criaturas diminutas con forma de mundo en la arena.

 

A Roth le había dolido: la playa ya no era la misma, y fue entonces cuando me llamó por teléfono.

 

Pasé por encima de varias monadas dormidas de todos los sexos, le di un toque a Roth en el hombro. Antes

 

de que pudiera pesta?ear, un montón de pistolas grandes me apuntaban al pecho y a la cabeza,

 

así que dije, Eh, no soy un monstruo.

 

Bueno, al menos no soy vuestro monstruo.

 

Aún no.

 

Le di mi tarjeta. Talbot, dijo.

 

?Eres el ajustador con el que hablé?

 

Así es, le dije, hablando sin rodeos por la tarde, y tú tienes algo que necesita un ajuste.

 

éste es el trato, dije.

 

Yo te quito el problema. Tú pagas y pagas y no dejas de pagar.

 

Roth dijo, Claro, como quedamos. Lo que sea. Un trato.

 

?Yo? Creo que es la mafia eurisraelí o los chinos. ?Les tienes miedo?

 

No, le dije. Miedo no.

 

En cierta manera deseé haber estado allí en los días de gloria: ahora a la gente guapa de Roth se la veía algo delgada en el suelo, ninguno de ellos, en primer plano,

 

era tan regordete y curvilíneo como habían parecido desde más lejos.

 

Al atardecer la fiesta empieza.

 

Le digo a Roth que odié el death metal la primera vez que salió.

 

Dice que debo de ser mayor de lo que parezco.

 

Lo ponen muy alto. Los altavoces hacen que la orilla del mar bombee y lata con fuerza.

 

Entonces me desnudo para la acción y espero

 

a cuatro patas en el hueco de una duna.

 

Días y noches espero. Y espero. Y espero.

 

?Dónde co?o estáis tú y tu gente?

 

preguntó Roth al tercer día. ?Para qué co?o te estoy pagando?

 

Nada en la playa anoche salvo un perro grande.

 

Pero yo me limité a sonreír. Ni rastro del problema hasta ahora, sea lo que sea,

 

dije.

 

Y he estado allí todo el tiempo.

 

Te digo que es la mafia israelí, dijo él.

 

Nunca me fié de esos europeos.

 

Llega la tercera noche.

 

La luna es inmensa y de un rojo químico.

 

Dos de ellos están jugando entre las olas.

 

Chico y chica juegan,

 

las hormonas aún por delante de las drogas. Ella se está riendo tontamente, y las olas rompen despacio.

 

Sería un suicidio si el enemigo viniese todas las noches.

 

Pero el enemigo no viene todas las noches,

 

así que corren entre las olas,

 

chapoteando, gritando con placer. Tengo el oído fino (para oírles mejor) y la vista buena (para verles mejor)

 

y son tan jodidamente jóvenes y están tan felices jodiendo que podría escupir.

 

Lo más difícil, para alguien como yo:

 

que el don de la muerte tenga que ser para alguien como ellos.

 

Ella gritó primero. La luna roja estaba alta y sólo un día después de llena.

 

La vi caer entre las olas, como si

 

hubiera seis metros de profundidad y no medio, como si el mar se la estuviese tragando. El chico corrió, un chorro de orina clara salpicando desde su tanga, tropezando y gimiendo y huyendo.

 

Salió del agua lentamente, como un hombre maquillado de monstruo malo para una película.

 

Llevaba a la chica bronceada en los brazos. Bostecé, como bostezan los perros grandes, y me lamí las ijadas.

 

La criatura le arrancó la cara a la chica de un mordisco, dejó caer lo que quedaba en la arena, y yo pensé: carne y sustancias químicas, qué deprisa se convierten

 

en carne y sustancias químicas, un solo mordisco y ya son carne y sustancias químicas…

 

Los hombres de Roth bajaron entonces con miedo en los ojos, armas automáticas en las manos. Los cogió,

 

los abrió desgarrándolos y los dejó caer en la arena iluminada por la luna.

 

La cosa subía rígida por la playa, la arena blanca adhiriéndose a sus pies gris verdoso, palmeados y con garras.

 

Estoy como unas pascuas, mami, aullaba.

 

?Qué clase de madre, pensé, da a luz a algo así?

 

Y desde lo alto de la playa oí a Roth que gritaba, Talbot, Talbot, gilipollas. ?Dónde estás?

 

Me levanté y me desperecé y bajé trotando desnudo por la playa.

 

Vaya, hola, dije.

 

Eh, chucho, dijo él.

 

Te arrancaré la pata peluda y te la meteré por la garganta.

 

ésa no es forma de decir hola, le dije.

 

Yo soy el Gran Al, dijo.

 

?Y quién eres tú? ?Jojo, el chico de la cara de perrito ladrador?

 

Voy a darte una paliza y a destrozarte y a hacerte mierda.

 

Largo, bestia inmunda, dije.

 

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