Humo yespejos

él estaba llorando. Apestaba a demencia y a decepción. Alzó el cuchillo y corrió hacia mí, y yo me aparté.

 

Algunas personas no saben adaptarse, ni siquiera a cambios diminutos. El camarero pasó a trompicones por delante de mí y saltó del acantilado, a la nada.

 

A la luz de la luna la sangre es negra, no es roja, y las marcas que dejó en la pared del acantilado mientras caía y rebotaba y caía eran manchas negras y gris oscuro. Entonces, por fin, se quedó inmóvil en las rocas heladas del pie del acantilado hasta que un brazo salió del mar y le arrastró, con una lentitud que era casi dolorosa de ver, hacia el agua oscura.

 

Una mano me rascó la parte de atrás de la cabeza. Me gustaba.

 

—?Qué era ella? Sólo una encarnación de los Profundos, se?or. Un espectro, una aparición, si quiere, que nos habían enviado de los confines más profundos para provocar el fin del mundo.

 

Me ericé.

 

—No, se ha acabado, de momento. Tú le trastocaste los planes. Y el ritual era de lo más preciso: tres de nosotros deben estar uno junto al otro y pronunciar los nombres sagrados mientras sangre inocente se encharca y late a nuestros pies.

 

Miré hacia arriba al hombre gordo y aullé una pregunta. Me dio unas palmaditas en la nuca, medio dormido.

 

—Claro que no te quiere. Apenas existe siquiera a este nivel en un sentido material.

 

Empezó a nevar otra vez. La hoguera se estaba apagando.

 

—En cuanto a tu cambio de esta noche, por cierto, opinaría que es un resultado directo de las mismísimas configuraciones celestiales y fuerzas lunares que hacían que ésta fuera la noche perfecta para conseguir que regresaran mis viejos amigos de Abajo…

 

Continuó hablando en su voz profunda y quizá me estaba diciendo cosas importantes. Nunca lo sabré, porque el apetito crecía en mi interior y sus palabras habían perdido casi toda sombra de significado; ya no me interesaba el mar ni la cima del acantilado ni el hombre gordo.

 

Había ciervos corriendo por los bosques más allá de la pradera: los olía en el aire de la noche de invierno.

 

Y yo estaba, ante todo, hambriento.

 

Estaba desnudo cuando volví a ser yo mismo, por la ma?ana siguiente temprano, con un ciervo a medio comer a mi lado en la nieve. Una mosca se le paseaba por el ojo y le colgaba la lengua de la boca muerta, haciendo que pareciera cómico y patético, como un animal de una tira cómica de un periódico.

 

La nieve estaba manchada de un carmesí fluorescente donde al ciervo le habían arrancado el vientre.

 

Yo tenía la cara y el pecho pegajosos y rojos por esa cosa. Tenía una costra y una cicatriz en la garganta, y me escocía; antes de la próxima luna llena, estaría perfecta otra vez.

 

El sol estaba muy lejos, peque?o y amarillo, pero el cielo estaba azul y sin una nube y no había ninguna brisa. Oía el rugido del mar a cierta distancia.

 

Yo estaba frío y desnudo y ensangrentado y solo. Bueno, pensé, nos pasa a todos al principio. Sólo me viene una vez al mes.

 

Me sentía tan agotado que daba pena, pero aguantaría hasta encontrar un granero desierto o una cueva; y entonces pensaba dormir un par de semanas.

 

Un halcón voló bajo sobre la nieve hacia mí con algo colgándole de las garras. Se cernió sobre mí por un instante, luego dejó caer un calamar peque?o y gris en la nieve a mis pies y voló hacia arriba. La cosa flácida se quedó ahí tirada, quieta y silenciosa y con los tentáculos hundidos en la nieve ensangrentada.

 

Me lo tomé como un presagio, pero no sabía decir si era bueno o malo y la verdad es que ya no me importaba; le di la espalda al mar y al pueblo oscuro de Innsmouth y empecé a caminar hacia la ciudad.

 

 

 

 

 

LOBO DE BAHíA

 

 

Escucha, Talbot. Alguien está matando a mi gente, dijo Roth, gru?endo por el teléfono como el mar en una caracola.

 

Descubre quién y por qué y detenles.

 

?Que les detenga cómo?, pregunté.

 

Haz lo que sea necesario, dijo. Pero, cuando les hayas detenido,

 

no quiero que se escapen, si me entiendes.

 

Y le entendí. Y me contrató.

 

Ahora escuchad vosotros: esto ocurrió en los a?os dos mil veinte en Los ángeles, en Venice Beach.

 

Gar Roth era el due?o del negocio en aquella parte del mundo, se dedicaba a los estimulantes y las bombas neumáticas y los esteroides, a los recreativos, y había conseguido muchos seguidores.

 

Todos los chavales aficionados, chicos con chancletas reventando bombas, chicas mostrando curvas y gemidos de miedo y gemidos de puta, todos querían a Roth. Tenía la mierda.

 

La policía aceptaba sus sobornos para hacer la vista gorda; el mundo de la playa era suyo, desde Laguna Beach hasta Malibú en el norte, había construido un recinto playero donde los aficionados y los curvilíneos pasaban el tiempo y chupaban y se exhibían.

 

Oh, pero aquella ciudad veneraba la carne; y suya era la carne.

 

Hacían fiestas. Todo el mundo hacía fiestas, esnifaba, se pinchaba, se metía speed,

 

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