Humo yespejos

—Sí, bueno. Estoy solo muy a menudo —sonreí burlonamente. Había esperado que fuera una sonrisa amable, pero ella arqueó las cejas de todos modos.

 

—Cuando te miro —dijo Madame Ezekiel—, esto es lo que veo. Veo el ojo de un hombre. También veo el ojo de un lobo. En el ojo del hombre veo honestidad, decencia, inocencia. Veo un hombre recto que anda por la plaza. Y en el ojo del lobo veo gemidos y gru?idos, aullidos nocturnos y gritos, veo un monstruo que corre con babas salpicadas de sangre en la oscuridad de los límites del pueblo.

 

—?Cómo puedes ver un gru?ido o un grito?

 

Sonrió.

 

—No es difícil —dijo. Su acento no era americano. Era ruso o maltés o egipcio quizá—. En el ojo de la mente vemos muchas cosas.

 

Madame Ezekiel cerró sus ojos verdes. Tenía las pesta?as increíblemente largas; tenía la piel pálida y su cabello negro nunca estaba quieto: se movía suavemente alrededor de su cabeza, entre la seda, como si estuviera flotando en mareas lejanas.

 

—Hay un modo tradicional —me dijo—. Un modo de quitarse una forma mala. Te quedas parado con los pies en agua corriente, agua clara de un manantial, mientras comes pétalos de rosa blanca.

 

—?Y luego?

 

—El agua te quitará la forma de la oscuridad.

 

—Volverá —le dije—, con la próxima luna llena.

 

—Entonces —dijo Madame Ezekiel—, una vez que el agua se ha llevado la forma, te abres las venas en el agua corriente. Te escocerá terriblemente, por supuesto. Pero el río se llevará la sangre.

 

Iba vestida de seda, con pa?uelos y telas de cien colores diferentes, todos brillantes e intensos, incluso a la luz débil de las velas.

 

Abrió los ojos.

 

—Ahora —dijo—, el tarot —. Sacó la baraja del pa?uelo de seda negra en que estaba envuelta, me pasó las cartas para que las barajara. Las abrí en abanico, las barajé e hice un puente con ellas.

 

—Más despacio, más despacio —dijo—. Deja que te vayan conociendo. Deja que te amen, como… como te amaría una mujer.

 

Las sujeté con fuerza, luego se las pasé otra vez a ella.

 

Descubrió la primera carta. Se llamaba El Guerrero Lobo. Mostraba oscuridad y ojos ambarinos, una sonrisa en blanco y rojo.

 

Los ojos verdes de Madame Ezekiel dejaron ver su confusión. Eran del verde de las esmeraldas.

 

—ésta no es una carta de mi baraja —dijo, y giró la carta siguiente—. ?Qué le has hecho a mis cartas?

 

—Nada, se?ora. Sólo las he sostenido. Nada más.

 

La carta que había descubierto era El Profundo. Mostraba algo verde y parecido a un pulpo. Las bocas de la cosa —?avísame!— empezaron a retorcerse en la carta mientras la miraba.

 

La cubrió con otra carta y luego con otra y con otra. Las demás cartas eran cartones en blanco.

 

—?Lo has hecho tú? —sonaba como si estuviese al borde de las lágrimas.

 

—No.

 

—Ahora vete —dijo.

 

—Pero…

 

—Vete —bajó la mirada, como si intentara convencerse de que yo ya no existía.

 

Me levanté, en la habitación que olía a incienso y a cera de velas, y miré por la ventana, al otro lado de la calle. Una luz brilló un instante en la ventana de mi oficina. Dos hombres con linternas se estaban paseando por ella. Abrieron el archivador vacío, inspeccionaron a su alrededor, entonces tomaron sus posiciones, uno en el sillón, el otro detrás de la puerta, y esperaron a que yo regresase. Sonreí para mí mismo. Mi oficina era fría e inhóspita y, con un poco de suerte, esperarían allí durante horas hasta que por fin decidiesen que yo no iba a volver.

 

Así que dejé a Madame Ezekiel girando sus cartas, una a una, mirándolas como si eso pudiera devolverles los dibujos; y bajé las escaleras y volví a recorrer la calle Marsh hasta llegar al bar.

 

El local estaba vacío; el camarero estaba fumándose un cigarrillo, que apagó cuando entré.

 

—?Dónde están los fanáticos del ajedrez?

 

—Esta noche es una gran noche para ellos. Habrán bajado a la bahía. Veamos. Un Jack Daniel’s, ?no?

 

—Me parece bien.

 

Me lo sirvió. Reconocí la huella dactilar de la última vez que tuve el vaso. Cogí el volumen de los poemas de Tennyson de la barra.

 

—?Es bueno?

 

El camarero de pelo de zorro cogió el libro de mis manos, lo abrió y leyó:

 

?Bajo los truenos de la profundidad superior;

 

muy, muy abajo en el mar abismal,

 

el Kraken duerme su sue?o antiguo,

 

sin sue?os ni intrusos…?

 

Me acabé la copa.

 

—?Y qué? ?Qué intenta decir?

 

Dio la vuelta a la barra, me llevó a la ventana.

 

—?Ve? ?Ahí fuera? —Se?aló hacia el oeste del pueblo, hacia los acantilados. Mientras miraba, encendieron una hoguera en lo alto de los acantilados; flameó y empezó a arder con una llama verde cobre.

 

—Van a despertar a los Profundos —dijo el camarero—. Las estrellas y los planetas y la luna están todos en los lugares correctos. Es la hora. Las tierras secas se hundirán y los mares subirán…

 

—?Porque el hielo y las inundaciones limpiarán el mundo y le agradeceré que se ci?a a su propio estante de la nevera? —dije.

 

—?Cómo?

 

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