Humo yespejos

—?Virgen, eh? —sonreí.

 

Su compa?ero de ajedrez, calvo y arrugado, negó con la cabeza e hizo un único sonido triste con voz ronca. Entonces movió la reina y repitió el sonido ronco.

 

Hay gente como él por todo Innsmouth.

 

Pagué las copas y dejé un dólar de propina en la barra. El camarero estaba leyendo su libro otra vez y la ignoró.

 

Fuera del bar habían empezado a caer copos de nieve grandes y húmedos, que me iban rozando y que cuajaban en mi pelo y en mis pesta?as. Odio la nieve. Odio Nueva Inglaterra. Odio Innsmouth: no es un sitio para estar solo, pero si existe algún sitio para estar solo, aún no lo he encontrado. Aun así, el trabajo me ha hecho ir de un lado para otro durante más lunas de las que me gusta pensar. El trabajo y otras cosas.

 

Caminé un par de manzanas por la calle Marsh —como la mayor parte de Innsmouth, una mezcla poco atractiva de casas del gótico americano del siglo XVIII, casas atrofiadas de piedra rojiza de finales del siglo XIX y cajas de cerillas de ladrillo gris prefabricadas de finales del siglo XX— hasta que llegué a un local de pollo frito cerrado con tablas y subí las escaleras de piedra que había junto a la tienda y abrí la puerta de seguridad de metal oxidado.

 

Había una tienda de vinos y licores al otro lado de la calle; una quiromántica trabajaba en el segundo piso.

 

Alguien había garabateado una pintada con un rotulador negro en el metal: MUéRETE, ponía. Como si fuera tan fácil.

 

Las escaleras eran de madera sin alfombrar; el revoque estaba manchado y se estaba desconchando. Mi oficina de una habitación estaba en lo alto de las escaleras.

 

Nunca me quedaba en ningún sitio el tiempo suficiente como para molestarme en poner mi nombre en letras doradas en el cristal. Estaba escrito a mano en mayúsculas en un trozo de cartón rasgado que había clavado con chinchetas en la puerta.

 

 

LAWRENCE TALBOT

 

AJUSTADOR

 

Abrí la puerta y entré.

 

Inspeccioné la oficina, mientras adjetivos como sórdida y rancia y miserable me pasaron por la cabeza, y entonces me rendí, superado. Era muy poco atractiva: una mesa, una silla de oficina, un archivador vacío; una ventana, que te daba una vista estupenda de la tienda de vinos y licores y del local vacío de la quiromántica. El olor de grasa vieja para cocinar se filtraba desde la tienda de abajo. Me pregunté cuánto tiempo llevaba cerrado el local de pollo frito; me imaginé una multitud de cucarachas negras pululando por todas las superficies en la oscuridad que había debajo de mí.

 

—Lo que estás pensando es la forma del mundo —dijo una voz profunda y sombría, lo bastante profunda como para que la sintiera en la boca del estómago.

 

Había un sillón viejo en un rincón de la oficina. Se veían los restos de un estampado a través de la pátina del tiempo y de la grasa que los a?os le habían dado. Era del color del polvo.

 

El hombre gordo que estaba sentado en el sillón, con los ojos aún bien cerrados, continuó:

 

—Miramos a nuestro alrededor desconcertados por nuestro mundo, con una sensación de inquietud y desazón. Pensamos en nosotros como si fuéramos eruditos en liturgias arcanas, hombres solos atrapados en mundos que nosotros no sabríamos concebir. La verdad es mucho más sencilla: hay cosas en la oscuridad debajo de nosotros que quieren que nos ocurra algo malo.

 

Tenía la cabeza apoyada en el sillón y la punta de la lengua le salía por la comisura de la boca.

 

—?Me ha leído la mente?

 

El hombre del sillón respiró honda y lentamente y el aire le vibró en el fondo de la garganta. La verdad es que estaba inmensamente gordo, con dedos regordetes como salchichas amarillentas. Llevaba un abrigo viejo y grueso, que había sido negro y en esos momentos era de un gris indeterminado. La nieve de sus botas no se había derretido del todo.

 

—Quizá. El fin del mundo es un concepto extra?o. El mundo siempre se está acabando y el final siempre se evita, por medio del amor o de la estupidez o simplemente por pura suerte.

 

—Bueno… Ahora es demasiado tarde: los Primigenios han elegido sus naves. Cuando salga la luna…

 

Un hilillo de baba le salía por la comisura de la boca, bajaba formando un hilo de plata hasta el cuello. Algo se escabulló de su cuello de la camisa y se metió en las sombras de su abrigo.

 

—?Sí? ?Qué pasa cuando sale la luna?

 

El hombre del sillón se movió, abrió dos ojitos, rojos e hinchados, y parpadeó al despertarse.

 

—He so?ado que tenía muchas bocas —dijo, y su nueva voz era extra?amente queda y entrecortada para un hombre tan enorme—. He so?ado que todas las bocas se abrían y cerraban por separado. Algunas bocas hablaban, algunas susurraban, algunas comían y otras esperaban en silencio.

 

Miró a su alrededor, se limpió la baba de la comisura de la boca, se recostó en el sillón y pesta?eó desconcertado.

 

—?Quién es usted?

 

—Soy el tipo que alquila esta oficina —le dije.

 

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