Humo yespejos

Eructó de repente, con fuerza.

 

—Lo siento —dijo en su voz entrecortada, y se levantó pesadamente del sillón. Era más bajo que yo, cuando estaba de pie. Me miró de arriba abajo adormilado.

 

—Balas de plata —pronunció tras una pausa corta—. Un remedio tradicional.

 

—Sí —le dije—. Es tan obvio, será por eso que nunca se me ocurrió. Vaya, me daría de patadas. De verdad que lo haría.

 

—Se está usted burlando de un anciano —me dijo.

 

—No mucho. Lo siento. Ahora, fuera de aquí. Los hay que tienen que trabajar.

 

Se fue arrastrando los pies. Me senté en la silla giratoria a la mesa junto a la ventana y descubrí, unos minutos después, por ensayo y error, que si giraba la silla hacia la izquierda, se caía de la base.

 

Así que me quedé quieto y esperé a que sonase el teléfono negro y polvoriento de la mesa, mientras la luz se iba escapando lentamente del cielo de invierno.

 

Ring.

 

La voz de un hombre: ?Había pensado en un revestimiento exterior de aluminio? Colgué el teléfono.

 

No había calefacción en la oficina. Me pregunté cuánto tiempo había estado dormido el hombre gordo en el sillón.

 

Veinte minutos después, el teléfono sonó otra vez. Una mujer me imploró llorando que la ayudase a encontrar a su hija de cinco a?os, desaparecida desde la noche anterior, arrancada de su cama. El perro de la familia también había desaparecido.

 

No me ocupo de ni?os desaparecidos, le dije. Lo siento: demasiados malos recuerdos. Colgué el teléfono, volvía a tener ganas de vomitar.

 

Ya estaba oscureciendo y, por primera vez desde que había llegado a Innsmouth, el rótulo de neón que había al otro lado de la calle se encendió. Me dijo que MADAME EZEKIEL realizaba LECTURAS DE TAROT Y QUIROMANCIA.

 

El neón rojo manchó del color de la sangre nueva la nieve que caía.

 

El Apocalipsis se evita por medio de acciones peque?as. Así es como era. Así es como siempre tiene que ser.

 

El teléfono sonó por tercera vez. Reconocí la voz; volvía a ser el hombre del revestimiento exterior de aluminio.

 

—Sabe —dijo, con ganas de charla—, como la transformación de hombre en animal y de nuevo en hombre es, por definición, imposible, hemos de buscar otras soluciones. La despersonalización, obviamente, y, asimismo, alguna forma de proyección. ?Lesiones cerebrales? Quizá. ?Esquizofrenia pseudoneurótica? Resulta irrisorio, pero sí. Algunos casos se han tratado con ácido clorhídrico de tioridazina intravenoso.

 

—?Con éxito?

 

Se rió.

 

—Eso es lo que me gusta. Un hombre con sentido del humor. Estoy seguro de que podemos trabajar juntos.

 

—Ya se lo he dicho. No necesito revestimientos exteriores de aluminio.

 

—Nuestro negocio es más sorprendente que eso y de mucha más importancia. Lleva poco en el pueblo, Sr. Talbot. Sería una pena que nos encontrásemos en, digamos, ?desacuerdo?

 

—Di lo que quieras, amigo. En mi libro no eres más que otro ajuste en la lista de espera.

 

—Estamos acabando con el mundo, Sr. Talbot. Los Profundos se alzarán de sus tumbas oceánicas y se comerán la luna como si fuera una ciruela madura.

 

—Entonces ya no tendré que volver a preocuparme de las lunas llenas, ?verdad?

 

—No intente contrariarnos… —empezó, pero le gru?í y se calló.

 

Fuera de la ventana seguía nevando.

 

Al otro lado de la calle Marsh, en la ventana que estaba justo enfrente de la mía, la mujer más hermosa que había visto jamás estaba parada bajo el resplandor rubí de su rótulo de neón y me miraba.

 

Hizo una se?a con un dedo.

 

Le colgué el teléfono al hombre del revestimiento exterior de aluminio por segunda vez aquella tarde y bajé las escaleras y crucé la calle casi a la carrera; pero miré a ambos lados antes de cruzar.

 

Iba vestida de seda. La habitación estaba iluminada sólo con velas y apestaba a incienso y aceite de pachulí.

 

Me sonrió cuando entré, me hizo se?as para que me acercara a su asiento junto a la ventana. Estaba jugando a un juego de cartas con la baraja del tarot, un solitario. Cuando llegué junto a ella, una mano elegante recogió las cartas, las envolvió en un pa?uelo de seda, las colocó con cuidado en una caja de madera.

 

Las fragancias de la habitación hacían que la cabeza me estuviera a punto de estallar. Me di cuenta de que no había comido nada en todo el día; quizás era eso lo que me estaba mareando. Me senté al otro lado de la mesa, frente a ella, a la luz de las velas.

 

Ella extendió la mano y me cogió la mía.

 

Me miró la palma, la tocó, suavemente, con el dedo índice.

 

—?Pelo? —estaba desconcertada.

 

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