Me enjaboné el cuerpo y el pelo. La escasa espuma se volvió gris; debía de haber estado sucísimo. Tenía el pelo enmara?ado con algo que parecía sangre seca y lo lavé con empe?o con la pastilla de jabón hasta que desapareció. Entonces, me quedé bajo la ducha hasta que el agua se volvió helada.
Había una nota debajo de la puerta de parte de mi casera. Decía que le debía dos semanas de alquiler. Decía que todas las respuestas estaban en el Apocalipsis. Decía que había hecho mucho ruido al volver a casa de madrugada y que me agradecería que fuera más silencioso en adelante. Decía que cuando los Primigenios surgieran del océano, arrasarían con toda la escoria de la Tierra, todos los no creyentes, toda la basura humana y los gandules y los gorrones, y el hielo y el agua profunda limpiarían el mundo. Decía que le parecía que debía recordarme que me había asignado un estante de la nevera cuando llegué y que me agradecería que en adelante me ci?era a él.
Estrujé la nota, la dejé caer al suelo, donde se quedó al lado de los envases de Big Mac y las cajas de cartón de pizza vacías y las porciones de pizza sequísimas desde hacía mucho tiempo.
Era hora de ir a trabajar.
Llevaba dos semanas en Innsmouth y no me gustaba. Olía a pescado. Era un pueblecito claustrofóbico: pantanos al este, acantilados al oeste y, en el centro, una bahía con unas cuantas barcas de pesca que estaban pudriéndose y que ni siquiera era vistosa al atardecer. Aun así, los yuppies habían venido a Innsmouth en los a?os ochenta, y habían comprado sus pintorescas casitas de pescadores con vista a la bahía. Ya hacía algunos a?os que los yuppies se habían marchado y las casitas junto a la bahía se estaban viniendo abajo, abandonadas.
Los habitantes de Innsmouth vivían aquí y allí, dentro y alrededor del pueblo y en los campings que lo rodeaban, llenos de casas rodantes y húmedas que nunca iban a ningún sitio.
Me vestí, me calcé las botas, me puse el abrigo y salí de la habitación. No se veía a mi casera por ninguna parte. Era una mujer baja de ojos saltones que hablaba poco, aunque me dejaba notas extensas enganchadas en las puertas y colocadas en sitios donde yo pudiera verlas; mantenía la casa llena de olor a marisco hervido: siempre había ollas enormes hirviendo a fuego lento en la cocina, rebosantes de cosas con demasiadas patas y de otras cosas sin una sola pata.
Había otras habitaciones en la casa, pero nadie más las alquilaba. Nadie en su sano juicio vendría a Innsmouth en invierno.
Fuera de la casa no olía mucho mejor, pero hacía más frío y mi aliento echaba vapor al aire del mar. La nieve de las calles estaba crujiente y asquerosa; las nubes prometían más nieve.
Un viento frío y salado llegó de la bahía. Las gaviotas chillaban, abatidas. Estaba muy jodido. Además, mi oficina estaría helada. En la esquina de la calle Marsh y la avenida Leng había un bar, El que abre, un edificio achaparrado con ventanitas oscuras junto al que había pasado montones de veces en las últimas semanas. Aún no había entrado, pero la verdad era que necesitaba una copa y, además, tal vez hiciera más calor allí dentro. Abrí la puerta de un empujón.
Efectivamente, en el bar hacía calor. Di patadas en el suelo para quitarme la nieve de las botas y entré. Estaba casi vacío y olía a ceniceros viejos y cerveza pasada. Una pareja de ancianos jugaba al ajedrez junto a la barra. El camarero estaba leyendo una vieja edición ajada de piel dorada y verde de la obra poética de Alfred Tennyson.
—Oiga, ?me pone un Jack Daniel’s, solo?
—Claro. Lleva usted poco tiempo en el pueblo —me dijo, poniendo el libro boca abajo y echando la bebida en un vaso.
—?Se nota?
Sonrió, me pasó el Jack Daniel’s. El vaso estaba sucísimo, con una huella dactilar grasienta en el lado, pero me encogí de hombros y me lo bebí de todos modos. Apenas le encontré el sabor.
—?Es una cura? —preguntó.
—En cierto modo.
—Se cree —dijo el camarero, que llevaba el pelo de color rojo zorro peinado hacia atrás con mucha gomina— que se puede hacer que los licántropos recuperen su forma natural dándoles las gracias, mientras están transformados en lobos, o llamándoles por sus nombres de pila.
—?Sí? Vaya, gracias.
Me sirvió otra copa, sin que nadie se lo pidiera. Se parecía un poco a Peter Lorre, pero la mayoría de la gente de Innsmouth se parece un poco a Peter Lorre, incluyendo a mi casera.
Me tragué el Jack Daniel’s y esta vez sentí cómo me ardía en el estómago, tal como debería hacerlo.
—Es lo que dicen. Nunca he dicho que lo creyera.
—?Y usted en qué cree?
—Queme el cinturón.
—?Cómo?
—Los licántropos tienen cinturones de piel humana que sus amos del infierno les dieron en su primera transformación. Queme el cinturón.
Entonces, uno de los viejos jugadores de ajedrez se giró hacia mí; tenía los ojos enormes y ciegos y saltones.
—Si bebes agua de lluvia de la huella de la pata de un hombre lobo, eso te hará lobo, cuando la luna esté llena —dijo—. La única cura es darle caza al lobo que dejó la huella en primer lugar y cortarle la cabeza con un cuchillo forjado de plata virgen.