Humo yespejos

—Nada. ?Cuál es el camino más corto para llegar a esos acantilados?

 

—Subiendo por la calle Marsh. Gire a la izquierda en la Iglesia de Dagón y vaya hasta la Vía Manuxet, luego siga andando —cogió un abrigo de detrás de la puerta y se lo puso—. Vamos. Le acompa?aré hasta allí. Odiaría perderme la diversión.

 

—?Está seguro?

 

—Nadie del pueblo va a beber esta noche —salimos, y cerró con llave la puerta del bar detrás de nosotros.

 

Fuera hacía frío y la nieve que había caído volaba por el suelo como si fuera niebla blanca. Desde la calle ya no veía si Madame Ezekiel seguía en el antro que estaba encima de su rótulo de neón o si mis invitados continuaban esperándome en la oficina.

 

Inclinamos las cabezas contra el viento y caminamos.

 

Por encima del ruido del viento oí al camarero hablando consigo mismo:

 

—Avienta con brazos gigantes el verde dormido —decía.

 

?Llevaba siglos yaciendo allí y yacerá

 

cebándose de gusanos marinos inmensos mientras duerme,

 

luego, para que hombres y ángeles le vean una vez,

 

se alzará entre olas rugientes…

 

Se detuvo allí y seguimos caminando juntos en silencio, las caras doloridas por la nieve que el viento lanzaba contra nosotros.

 

Y en la superficie morirá, pensé, pero no dije nada en voz alta.

 

Veinte minutos de camino y habíamos salido de Innsmouth. La Vía Manuxet se acabó cuando dejamos el pueblo y se convirtió en un camino de tierra estrecho, cubierto parcialmente por la nieve y el hielo, que subimos resbalando y deslizándonos en la oscuridad.

 

La luna no había salido todavía, pero ya se empezaban a ver las estrellas. Había tantas. Habían salpicado el cielo nocturno como polvo de diamantes y zafiros triturados. Se ven tantas estrellas desde la orilla del mar, más de las que nunca se verían de vuelta en la ciudad.

 

En lo alto del acantilado, detrás de la hoguera, dos personas esperaban, una enorme y gorda, otra mucho más peque?a. El camarero se apartó de mi lado y se acercó a ellas para quedarse allí, frente a mí.

 

—Contemplad —dijo— al lobo expiatorio —ahora su voz tenía una cualidad curiosamente familiar.

 

Yo no dije nada. El fuego ardía con llamas verdes y les iluminaba a los tres desde abajo: iluminación espectral clásica.

 

—?Sabes por qué te he traído aquí? —preguntó el camarero, y entonces supe por qué su voz me resultaba familiar: era la voz del hombre que había intentado venderme un revestimiento exterior de aluminio.

 

—?Para que el mundo no se acabe?

 

Se rió de mí, entonces.

 

La segunda figura era el hombre gordo que me había encontrado dormido en la silla de mi oficina.

 

—Bueno, si te vas a poner escatológico por eso… —murmuró en una voz lo bastante profunda como para hacer que las paredes se estremeciesen. Tenía los ojos cerrados. Estaba completamente dormido.

 

La tercera figura estaba envuelta en sedas oscuras y olía a aceite de pachulí. Tenía un cuchillo en la mano. No dijo nada.

 

—Esta noche —dijo el camarero—, la luna es la luna de los Profundos. Esta noche las estrellas están configuradas en las formas y los dibujos de los tiempos antiguos y oscuros. Esta noche, si les llamamos, vendrán. Si nuestro sacrificio es digno. Si oyen nuestros gritos.

 

La luna salió, enorme y ámbar y pesada, al otro lado de la bahía, y un coro bajo de cantos croados subió con ella desde el océano, que estaba a nuestros pies, muy abajo.

 

La luz de la luna en la nieve y el hielo no es igual que la del día, pero sirve. Además, mi vista se estaba volviendo más aguda con la luna: en las aguas frías, hombres como ranas emergían y se sumergían en una danza acuática lenta. Hombres como ranas y también mujeres: me pareció ver a mi casera allá abajo, retorciéndose y croando en la bahía con los demás.

 

Era demasiado pronto para otro cambio; aún estaba exhausto por la noche anterior; pero me sentía extra?o bajo aquella luna ámbar.

 

—Pobre hombre lobo —llegó un susurro de las sedas—. Todos sus sue?os han llegado a esto: una muerte solitaria en un acantilado lejano.

 

So?aré si quiero, dije, y mi muerte es asunto mío. Pero no estaba seguro de haberlo dicho en voz alta.

 

Los sentidos se agudizan a la luz de la luna; aún oía el rugido del océano, pero además, por encima de ese sonido, oía como se alzaba y se rompía cada ola; oía el chapoteo de la gente rana; oía los susurros ahogados de los muertos de la bahía; oía el crujido de los restos verdes de naufragios bajo el océano, muy lejos.

 

El olfato también mejora. El hombre de los revestimientos exteriores de aluminio era humano, mientras que el hombre gordo tenía otra sangre en sus venas.

 

Y la figura de las sedas…

 

Había olido su perfume cuando todavía conservaba mi forma humana. En aquel momento olía otra cosa, menos embriagadora, debajo de ese perfume. Un olor a descomposición, a carne putrefacta.

 

Las sedas se agitaron. Ella venía hacia mí. Tenía el cuchillo en la mano.

 

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