—?Madame Ezekiel? —mi voz se estaba volviendo ronca y áspera.
—Mereces morir —dijo ella, en una voz fría y baja—. Aunque sólo sea por lo que le hiciste a mis cartas. Eran antiguas.
—Yo no muero —le dije—. ?Incluso un hombre de corazón puro y que reza por la noche?. ?Recuerdas?
—Sandeces —dijo ella—. ?Sabes cuál es la forma más antigua para acabar con la maldición del hombre lobo?
—No.
En aquel momento, la hoguera ardía con más fuerza; ardía con el verde del mundo bajo el mar, el verde de las algas que se alejaban lentamente, movidas por la corriente; ardía con el color de las esmeraldas.
—No tienes más que esperar a que tengan forma humana, a un mes entero del próximo cambio; entonces coges el cuchillo del sacrificio y los matas. Ya está.
Di la vuelta para escapar, pero el camarero estaba detrás de mí, estirándome de los brazos, torciéndome las mu?ecas hacia arriba y hacia la parte baja de la espalda. El cuchillo despedía destellos de plata pálida a la luz de la luna. Madame Ezekiel sonrió.
Me cortó la garganta.
La sangre empezó a salir a borbotones y luego a manar. Después salió más despacio y se detuvo…
—El martilleo que sentía en la parte de delante de la cabeza, la presión en la parte de atrás. Todo un cambio irritante un cambio argh-auh-uauh-raudo una pared roja que viene hacia mí desde la noche
—probé las estrellas disueltas en salmuera, efervescentes y lejanas y saladas
—me había pinchado los dedos con alfileres y me habían azotado la piel con lenguas de fuego mis ojos eran de color topacio notaba el gusto de la noche
Mi aliento echaba nubes de vapor al aire helado.
Gru?í de manera involuntaria, en la parte baja de la garganta. Tocaba la nieve con las patas delanteras.
Me eché atrás, me puse tenso y me abalancé sobre ella.
Había una sensación de corrupción que flotaba en el aire, como una niebla, rodeándome. Al saltar, cuando estaba en lo alto, me dio la impresión de que hacía una pausa y algo estalló como una pompa de jabón…
Me hallaba en lo más profundo de la oscuridad bajo el mar, a cuatro patas en un suelo rocoso y resbaladizo a la entrada de una especie de ciudadela construida de piedras enormes toscamente labradas. Las piedras despedían una luz pálida que resplandecía en la oscuridad; una luminiscencia fantasmal, como las agujas de un reloj de pulsera.
Me salía una nube de sangre negra del cuello.
Ella estaba de pie en la entrada delante de mí. Ahora medía un metro ochenta, tal vez dos. Tenía carne en los huesos esqueléticos, picada y roída, pero las sedas eran algas, movidas por la corriente en el agua fría, ahí abajo en las profundidades sin sue?os. Le escondían la cara como un velo verde y lento.
Le crecían lapas en las superficies altas de los brazos y en la carne que le colgaba de la caja torácica.
Me sentía como si me estuviesen aplastando. Ya no podía pensar.
Ella se dirigió hacia mí. El alga que le rodeaba la cabeza se movió. Su cara era como algo que no querrías comerte en un restaurante de sushi, todo ventosas y púas y tentáculos de anémonas a la deriva; y ahí, en alguna parte, supe que estaba sonriendo.
Empujé con las patas traseras. Nos enfrentamos allí, en las profundidades, y luchamos. Hacía tanto frío, estaba tan oscuro. Cerré las fauces en su cara y sentí como algo se desgarraba y se despedazaba. Fue casi un beso, ahí abajo en las profundidades abismales…
Aterricé suavemente en la nieve, con un pa?uelo de seda entre las fauces. Los demás pa?uelos caían revoloteando al suelo. No se veía a Madame Ezekiel por ninguna parte.
El cuchillo de plata estaba en la nieve. Esperé a cuatro patas a la luz de la luna, completamente empapado. Me sacudí, salpicando agua de mar a mi alrededor que silbó y chisporroteó al tocar el fuego.
Estaba mareado y débil. Me llené los pulmones de aire.
Abajo, muy abajo, en la bahía, veía a la gente rana flotando en la superficie del mar como cosas muertas; se mecieron por la marea durante unos segundos, después se dieron la vuelta y saltaron y, con un plof, fueron cayendo de uno en uno en la bahía y desaparecieron bajo el mar.
Se oyó un grito. Era el camarero de pelo de zorro y ojos saltones, el vendedor de revestimientos exteriores de aluminio, que estaba mirando el cielo nocturno, las nubes que traía el viento y que tapaban las estrellas, y estaba gritando. Había furia y frustración en aquel grito, y me asustó.
Cogió el cuchillo del suelo, quitó la nieve del mango con los dedos, limpió la sangre de la hoja con su abrigo. Entonces me miró. Estaba llorando.
—Cabrón —dijo—. ?Qué le has hecho a Madame Ezekiel?
Le habría dicho que no le había hecho nada, que aún seguía de guardia muy lejos bajo el océano, pero ya no podía hablar, sólo gru?ir y ga?ir y aullar.