Humo yespejos

Dijeron que ella no existía.

 

Al menos no de una forma en que se pudiera definir. Por supuesto, ambos sabían a qué chica me refería. No obstante, como me dijo uno de ellos, ?Raro, ?no??, era ella la que había ido a verles. Le habían pagado una suma por hacer de modelo y habían vendido las fotos. No, no tenían ninguna dirección suya.

 

Yo tenía veintiséis a?os y era un idiota. De inmediato vi lo que estaba ocurriendo: estaban jugando conmigo. Alguna otra agencia de publicidad la había contratado antes, estaba planeando una gran campa?a en torno a ella y había pagado a los fotógrafos para que no hablasen. Les maldije y les grité por teléfono. Les hice ofertas financieras escandalosas.

 

Me dijeron que me fuera a la mierda.

 

Entonces, al mes siguiente, ella salió en Penthouse. Ya no era una revista provocativa y psicodélica, tenía más clase: a las chicas les había crecido el vello púbico, tenían un brillo de devoradoras de hombres en los ojos. Hombres y mujeres retozaban enfocados suavemente en campos de maíz, rosa contra oro.

 

Su nombre, decía el texto, era Belinda. Era anticuaria. Era Charlotte, seguro, aunque tenía el pelo oscuro y lo llevaba recogido en alto con tirabuzones abundantes. El texto también decía su edad: diecinueve a?os.

 

Llamé a mi contacto de Penthouse y conseguí el nombre del fotógrafo, John Felbridge. Le telefoneé. Igual que los otros, afirmaba no saber nada sobre ella, pero para entonces yo ya había aprendido la lección. En vez de gritarle por teléfono, le di el trabajo, de una importancia bastante considerable, de fotografiar a un ni?o comiéndose un helado. Felbridge tenía el pelo largo, tenía cerca de cuarenta a?os y llevaba un abrigo de piel raída y playeras sin cordones y abiertas, pero era un buen fotógrafo. Después de la sesión, le invité a tomar una copa y hablamos del tiempo asqueroso y de fotografía y de la moneda decimal y de su trabajo anterior y de Charlotte.

 

—?Así que decías que habías visto las fotos de Penthouse? —dijo Felbridge.

 

Asentí con la cabeza. Ambos estábamos un poco borrachos.

 

—Te hablaré de esa chica. ?Sabes?, ella es el motivo por el cual quiero dejar el trabajo sexy y hacer algo legal. Dijo que se llamaba Belinda.

 

—?Cómo la conociste?

 

—A eso voy, ?no? Pensé que venía de una agencia, ?no? Llama a la puerta y pienso ?por Dios! y la invito a pasar. Dijo que no venía de una agencia, que estaba vendiendo… —frunció el ce?o, confuso—, ?A que es extra?o? He olvidado lo que vendía. Quizá no vendía nada. No lo sé. Pronto no me acordaré ni de mi nombre.

 

?Sabía que ella era algo especial. Le pregunté si posaría, le dije que era legal, que no estaba intentando tirármela, y aceptó. ?Click, flash! Cinco carretes, así sin más. En cuanto acabamos, se vuelve a poner la ropa, se va hacia la puerta, como quien no quiere la cosa. ??Qué hay del dinero??, le digo. ?Envíamelo?, dice, y ya ha bajado las escaleras y está en la calle.

 

—?O sea que tienes su dirección? —pregunté, tratando de mantener el interés fuera de la voz.

 

—No. Qué co?o. Acabé guardando sus honorarios por si vuelve.

 

Recuerdo que, además de la decepción, me pregunté si su acento cockney era real o sólo estaba de moda.

 

—Pero a lo que iba es esto. Cuando me llegaron las fotos, supe que… bueno, en lo tocante a tetas y chichis, no, en lo tocante al asunto entero de fotografiar a mujeres, lo había hecho todo. Ella era las mujeres, ?sabes? Lo había hecho. No, no, deja que te invite yo. Me toca a mí. Un bloody mary, ?no? La verdad es que ya tengo ganas de empezar nuestro próximo trabajo juntos…

 

No habría ningún próximo trabajo.

 

La agencia fue absorbida por otra empresa mayor y más antigua, que quería nuestros contratos. Incorporaron las iniciales de la empresa a las suyas y se quedaron con algunos de los mejores redactores publicitarios, pero a los demás nos despidieron.

 

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