Humo yespejos

Después de aquello, compré Penthouse con regularidad, esperando que ella volviera a aparecer. Pero no lo hizo. No entonces.

 

Seis meses después, mi madre encontró una caja de zapatos debajo de mi cama y miró dentro. Primero montó una escena, luego tiró todas las revistas, por último me echó de casa. Al día siguiente encontré un trabajo y una habitación en Earl’s Court, sin, bien mirado, demasiados problemas.

 

Mi empleo, el primero que tenía, era con un electricista junto a la calle Edgware. Lo único que sabía hacer era cambiar un enchufe, pero en aquellos tiempos la gente podía permitirse el lujo de llamar a un electricista para hacer sólo eso. Mi jefe me dijo que aprendería trabajando.

 

Duré tres semanas. Mi primer trabajo fue de lo más emocionante: cambiar el enchufe de una lámpara junto a la cama de una estrella de cine inglesa, que había obtenido la fama con su interpretación de un casanova londinense vulgar y lacónico. Cuando llegué allí estaba en la cama con dos bombones como Dios manda. Cambié el enchufe y me marché, todo fue muy correcto. Ni siquiera conseguí verles un pezón y mucho menos que me invitaran a unirme a ellos.

 

Tres semanas después me despidieron y perdí la virginidad en el mismo día. Era una casa elegante en Hampstead, vacía de no ser por la criada, una mujercita morena unos a?os mayor que yo. Me puse de rodillas para cambiar el enchufe y ella se subió a una silla a mi lado para quitar el polvo de la parte de arriba de una puerta. Miré arriba: debajo de la falda llevaba medias y ligas y, que Dios me ayude, nada más. Descubrí lo que sucedía en las partes que las películas no te ense?aban.

 

Así que perdí la virginidad debajo de una mesa de comedor en Hampstead. Hoy en día ya no se ven criadas. Se han ido al mismo sitio que el coche huevo y el dinosaurio.

 

Fue después cuando perdí el empleo. Ni siquiera mi jefe, a pesar de que estaba convencido de mi ineptitud absoluta, creyó que podía haber tardado tres horas en cambiar un enchufe, y yo no iba a decirle que había pasado dos de las horas que había estado fuera escondido debajo de la mesa del comedor porque los due?os de la casa habían llegado a casa sin previo aviso, ?verdad?

 

Después de aquello, conseguí una serie de empleos fugaces: primero de tipógrafo, luego de cajista, antes de acabar en una peque?a agencia de publicidad que había encima de una sandwichería en la calle Old Compton.

 

Seguí comprando Penthouse. Todos parecían extras de ?Los vengadores?, pero también lo parecían en la vida real. Había artículos sobre Woody Allen y la isla de Safo, Batman y Vietnam, chicas que hacían striptease y blandían látigos, moda y ficción y sexo.

 

A los trajes les pusieron cuello de terciopelo y las chicas se despeinaron. Los fetiches estaban de moda. Londres estaba dando un viraje, las portadas de las revistas eran psicodélicas y si no había ácido en el agua potable, actuábamos como si debiera haberlo habido.

 

Volví a ver a Charlotte en 1969, mucho después de que hubiese renunciado a ella. Pensé que había olvidado su aspecto. Entonces un día, el director de la agencia dejó caer en mi mesa un Penthouse en el que habíamos puesto un anuncio de cigarrillos del que estaba especialmente satisfecho. Yo tenía veintitrés a?os, era una nueva promesa y llevaba la sección artística como si supiera lo que hacía, y a veces lo sabía.

 

No recuerdo mucho sobre el número en sí; todo lo que recuerdo es Charlotte. El cabello salvaje y pardo rojizo, los ojos provocativos, sonreía como si conociera todos los secretos de la vida y los guardara muy cerca de su pecho desnudo. Su nombre ya no era Charlotte, era Melanie o algo parecido. El texto decía que tenía diecinueve a?os.

 

Yo vivía con una bailarina llamada Rachel en aquella época, en un piso de Camden Town. Rachel era la mujer más guapa, más deliciosa que había conocido jamás. Me fui a casa pronto con aquellas fotos de Charlotte en la cartera y me encerré en el cuarto de ba?o y me hice pajas hasta marearme.

 

Nos separamos poco después de aquello, Rachel y yo.

 

La agencia de publicidad vivía un boom —todo vivía un boom en los a?os sesenta— y en 1971 me asignaron la tarea de encontrar ?El Rostro? para una marca de prendas de vestir. Querían una chica que fuera la personificación de todo lo sexual; que llevara la ropa de su marca como si estuviera a punto de arrancársela, si algún hombre no llegaba antes. Yo conocía a la chica perfecta: Charlotte.

 

Llamé a Penthouse, que no supieron de qué les hablaba, pero que, de mala gana, me pusieron en contacto con los dos fotógrafos que la habían fotografiado anteriormente. El hombre de Penthouse no sonaba muy convencido cuando le dije que se había tratado de la misma chica las dos veces.

 

Localicé a los fotógrafos cuando intentaba encontrar su agencia.

 

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