Humo yespejos

 

Había un juego de ordenador, me lo dieron, uno de mis amigos me lo dio, él jugaba,

 

dijo, es genial, deberías jugar,

 

y lo hice, y lo era.

 

Lo copié del disquete que me dio

 

para cualquiera, quería que todo el mundo lo jugara.

 

Todo el mundo debería pasárselo así de bien.

 

Lo envié por la red a tablones de anuncios

 

pero principalmente se lo envié a todos mis amigos.

 

(Contacto personal. Así es como me lo habían dado a mí.) Mis amigos eran como yo: a algunos les daban miedo los virus, alguien te daba un juego en un disquete y a la semana siguiente o en viernes 13

 

te reformateaba el disco duro o te corrompía la memoria.

 

Pero éste nunca lo hizo. éste era segurísimo. Empezaron a jugar: cuanto mejor juegas más difícil se vuelve el juego; quizá no ganes nunca pero puedes llegar a ser bastante bueno.

 

Yo soy bastante bueno.

 

Por supuesto que tengo que pasar mucho tiempo jugando.

 

También lo pasan mis amigos. Y sus amigos.

 

Y las personas que te encuentras, las ves,

 

que andan por las autopistas viejas

 

o hacen cola, lejos de sus ordenadores,

 

lejos de las salas de juegos que surgieron de la noche a la ma?ana, pero que lo están jugando en su cabeza mientras tanto, combinando formas,

 

cavilando sobre curvas, poniendo colores junto a colores, girando se?ales hacia secciones nuevas de la pantalla, escuchando la música.

 

Claro que sí, la gente piensa en él, pero sobre todo lo juega.

 

Mi récord son dieciocho horas seguidas.

 

40.012 puntos, 3 fanfarrias.

 

Juegas a pesar de las lágrimas, el dolor de mu?eca, el hambre, después de un rato todo desaparece.

 

Todo menos el juego, debería decir.

 

Ya no me queda sitio en la mente; sitio para otras cosas.

 

Copiamos el juego, se lo dimos a nuestros amigos.

 

Transciende el lenguaje, ocupa nuestro tiempo,

 

a veces creo que últimamente me olvido de cosas.

 

Me pregunto qué le pasó a la TV. Antes había TV.

 

Me pregunto qué pasará cuando me quede sin comida enlatada.

 

Me pregunto adónde ha ido toda la gente. Y entonces me doy cuenta de que si soy lo bastante rápido, puedo poner un cuadrado negro junto a una línea roja, duplicarlo y hacerlos girar para que ambos desaparezcan, duplicarlo y hacerlos girar para que ambos desaparezcan, despejando el bloque izquierdo

 

para que suba una burbuja blanca…

 

(Así que ambos desaparecen.)

 

Y cuando la electricidad se apague para siempre entonces lo jugaré en la cabeza hasta que me muera.

 

 

 

 

 

BUSCANDO A LA CHICA

 

 

Tenía diecinueve a?os en 1965, llevaba pantalones pitillo y el pelo me crecía lentamente hacia el cuello de la camisa. Cada vez que ponías la radio los Beatles estaban cantando Help! y yo quería ser John Lennon con todas las chicas persiguiéndome a gritos, siempre con una ocurrencia cínica a punto. Aquel fue el a?o que compré mi primer ejemplar de Penthouse en el peque?o estanco de la calle King. Pagué unos pocos chelines furtivos y me fui a casa con la revista metida bajo el jersey, mirando abajo de vez en cuando para ver si se había quemado el tejido.

 

Hace mucho tiempo que tiré el ejemplar, pero siempre lo recordaré: salían cartas sobrias sobre la censura; un cuento de H. E. Bates y una entrevista con un novelista americano del que nunca había oído hablar; una página de moda de trajes de mohair y corbatas estampadas de cachemir, que se podían comprar en la calle Carnaby. Y salía lo mejor de todo, que eran las chicas, por supuesto; y salía la mejor de todas las chicas, que era Charlotte.

 

Charlotte también tenía diecinueve a?os.

 

Todas las chicas de aquella revista desaparecida hace tanto tiempo parecían idénticas con su carne de plástico perfecta; ni un cabello fuera de sitio (casi se olía la laca); con sonrisas sanas para la cámara y ojos que te miraban entrecerrados a través de pesta?as muy pobladas: pintalabios blanco, dientes blancos, pechos blancos, blanqueados por el bikini. Nunca me paré a pensar en las posiciones extra?as en que se habían colocado tímidamente para evitar mostrar el menor rizo o sombra de vello púbico, de todos modos tampoco habría sabido qué estaba mirando. Sólo tenía ojos para sus traseros y pechos pálidos, sus miradas de insinuación castas pero incitantes.

 

Entonces giré la página y vi a Charlotte. Era distinta a las demás. Charlotte era sexo; llevaba puesta la sexualidad como un velo transparente, como un perfume embriagador.

 

Había palabras junto a las fotos y las leí aturdido. ?La fascinante Charlotte tiene diecinueve a?os… una individualista renaciente y una poetisa beatnik, colaboradora de la revista FAB…? Se me quedaban las frases grabadas mientras me volcaba sobre las fotos sin contraste: ella posaba y hacía mohines en un piso de Chelsea —el del fotógrafo, imaginé—, y supe que la necesitaba.

 

Tenía mi edad. Era el destino.

 

Charlotte.

 

Charlotte tenía diecinueve a?os.

 

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