Así es como Ben Lassiter llegó, al quinto día, en alguna parte al norte de Bootle, al pueblo de Innsmouth, que en su guía no estaba considerado ni como encantador ni pintoresco ni delicioso. No había descripciones del muelle oxidado ni de los montones de nasas que se estaban pudriendo en la playa de guijarros.
En el paseo marítimo había tres pensiones, una junto a la otra: Vista marina, Mon Repose y Shub Niggurath, todas con un rótulo de neón apagado de HAY HABITACIONES en la ventana del salón de delante, todas con un letrero de CERRADO DURANTE LA TEMPORADA clavado con chinchetas en la puerta de la calle.
No había ninguna cafetería abierta en el paseo marítimo. La única tienda de fish and chips tenía puesto un letrero de CERRADO. Ben esperó fuera a que abrieran mientras se iba la luz gris de la tarde y empezaba a anochecer. Por fin, una mujercita con cierta cara de rana vino por la calle y abrió la puerta de la tienda. Ben le preguntó cuándo abrirían al público y ella le miró perpleja y dijo, ?Es lunes, querido. Nunca abrimos los lunes?. Después entró en la tienda de fish and chips y cerró la puerta tras ella, dejando a Ben frío y hambriento en la puerta.
Ben había crecido en un pueblo seco en el norte de Texas: la única agua estaba en las piscinas de los jardines traseros y la única forma de viajar era en una camioneta con aire acondicionado. Así que la idea de andar, junto al mar, en un país donde hablaban inglés, si a eso se le podía llamar inglés, le había atraído. El pueblo natal de Ben era doblemente seco: en él se enorgullecían de haber prohibido el alcohol treinta a?os antes de que el resto de América se subiera al carro de la Prohibición, y de no haberse vuelto a bajar jamás; por lo tanto, todo lo que Ben sabía de los pubs era que se trataba de lugares pecaminosos, como los bares, pero con nombres más monos. Sin embargo, la autora de Un viaje a pie por la costa británica había sugerido que los pubs eran un buen sitio para encontrar color e información locales, que uno siempre debía ?invitar a una ronda? y que algunos de ellos servían comida.
El pub de Innsmouth se llamaba El libro de los nombres muertos y el letrero que había en la puerta informó a Ben de que el due?o era un tal A. Al-Hazred, con licencia para vender vinos y licores. Ben se preguntó si eso significaba que servirían comida india, que había probado al llegar a Bootle y que le había gustado bastante. Se detuvo frente a los letreros que le dirigían al Bar público o al Bar salón y se preguntó si los bares públicos británicos eran privados como sus colegios públicos[10] y, al final, porque sonaba más como algo que uno se encontraría en una película del Oeste, entró en el bar salón.
El bar salón estaba casi vacío. Olía a cerveza derramada la semana anterior y a humo de cigarrillo de hacía dos días. Detrás de la barra había una mujer rellenita con pelo rubio de frasco. Sentados en un rincón había un par de caballeros que llevaban bufandas y gabardinas largas y grises. Estaban jugando al dominó y bebiendo a sorbos de unas jarras de cristal con hoyuelos unas bebidas con pinta de cerveza de color marrón oscuro y con un dedo de espuma.
Ben se dirigió a la barra.
—?Aquí sirven comida?
La camarera se rascó la nariz un momento, y luego admitió, de mala gana, que probablemente podría hacerle uno de labrador.
Ben no tenía ni idea de lo que eso significaba y, por centésima vez, deseó que Un viaje a pie por la costa británica tuviera un manual de conversación americano-inglés al final de la guía.
—?Eso es comida? —preguntó.
Ella asintió con la cabeza.
—Vale. Me tomaré uno.
—?Y para beber?
—Coca-cola, por favor.
—No tenemos Coca-Cola.
—Entonces una Pepsi.
—No hay Pepsi.
—Bueno, ?qué tienen? ?Sprite? ?7UP? ?Gatorade? Parecía aún más perpleja que antes. Entonces dijo: —Creo que hay una o dos botellas de refresco de cereza en la parte de atrás.
—Vale, tráigame una.
—Serán cinco libras con veinte peniques y le traeré su plato de labrador cuando esté listo.
Ben pensó, mientras esperaba sentado a una mesa de madera peque?a y ligeramente pegajosa, bebiendo algo efervescente que parecía y sabía a un rojo brillante químico, que un plato de labrador sería probablemente un bistec de algún tipo. Había llegado a esta conclusión, sabiéndose influido por sus ilusiones, tras imaginarse a labradores rústicos, puede que incluso bucólicos, dirigiendo sus bueyes gordos por campos recién arados al atardecer y porque podría, para entonces, con serenidad y sólo un poco de ayuda de los demás, haberse comido un buey entero.
—Aquí tiene. Uno de labrador —dijo la camarera, poniéndole un plato delante.