—?Sí? —preguntó Ben— ?Cómo es eso?
—Bueno —le confió el más alto—, cualquier día de éstos, el Gran Cthulhu (actualmente fallecido de forma pasajera), que es nuestro jefe, se despertará en su especie de vivienda submarina.
—Y entonces —dijo el más bajo—, se desperezará y bostezará y se vestirá…
—Probablemente irá al váter, no me sorprendería en absoluto.
—Quizá lea los periódicos.
—… y cuando haya hecho todo eso, saldrá de las profundidades del océano y devorará el mundo entero.
Ben encontró que aquello era inexplicablemente divertido.
—Como un plato de labrador —dijo.
—Exacto. Exacto. Bien dicho, joven caballero americano. El Gran Cthulhu se zampará el mundo como si fuera una comida de labrador y sólo dejará el trozo de encurtido de Branston en el plato.
—?Eso es la cosa marrón? —preguntó Ben. Le aseguraron que lo era y él fue a la barra y trajo otras tres pintas de la Vieja Peculiar de Shoggoth.
Apenas se acordaba de la conversación que siguió. Recordaba que se había acabado la pinta y que sus nuevos amigos le habían invitado a hacer un recorrido a pie por el pueblo y le habían mostrado los diversos lugares de interés, ?ahí es donde alquilamos los vídeos y aquel edificio grande que hay al lado es el Templo sin Nombre de los Dioses Innombrables y los sábados por la ma?ana hay un mercadillo de beneficencia en la cripta…?
Les explicó su teoría de la guía del viaje a pie y les dijo, emocionado, que Innsmouth era tanto pintoresco como encantador. Les dijo que eran los mejores amigos que había tenido jamás y que Innsmouth era delicioso.
A la luz pálida de la luna casi llena, sus dos nuevos amigos se parecían increíblemente a ranas enormes. O tal vez a camellos.
Los tres caminaron hasta el final del muelle oxidado y Seth y/o Wilf le mostraron a Ben las ruinas de la Hundida R’lyeh en la bahía, visible bajo el mar a la luz de la luna, y a Ben le invadió algo que, según explicó una y otra vez, era un ataque de mareo repentino e imprevisto y vomitó largo y tendido por encima de las rejas metálicas al mar negro de abajo…
Después, todo se volvió un poco raro.
Ben Lassiter se despertó en una ladera fría con la cabeza a punto de estallar y con mal sabor de boca. Tenía la cabeza apoyada en la mochila. Había un páramo rocoso a cada lado y no había ni rastro de una carretera ni de ningún pueblo, pintoresco, encantador, delicioso o siquiera típico.
Caminó a trompicones y cojeando casi una milla hasta la carretera más cercana y la siguió hasta que llegó a una gasolinera.
Le dijeron que no había ningún pueblo en la zona que se llamara Innsmouth. Ningún pueblo con un pub llamado El libro de los nombres muertos. Les habló de dos hombres, llamados Wilf y Seth, y de un amigo suyo, llamado Eón Incontable, que estaba profundamente dormido en algún sitio, si no estaba muerto, bajo el mar. Le dijeron que no tenían muy buen concepto de los hippies americanos que vagaban por el campo drogándose y que probablemente se sentiría mejor después de una buena taza de té y un bocadillo de atún con pepino, pero que si estaba completamente decidido a vagar por el campo drogándose, el joven Ernie, que hacía el turno de tarde, le vendería con mucho gusto una buena bolsita de cannabis de su huerta, si volvía después de comer.
Ben sacó su libro Un viaje a pie por la costa británica y trató de encontrar Innsmouth para demostrarles que no lo había so?ado, pero fue incapaz de localizar la página donde estaba, si es que había estado ahí alguna vez. No obstante, alguien había arrancado, con brusquedad, casi toda una página, a mitad del libro más o menos.
Entonces Ben pidió un taxi por teléfono, que le llevó a la estación de ferrocarril de Bootle, donde cogió un tren, que le llevó a Manchester, donde se subió a un avión, que lo llevó a Chicago, donde cambió de avión y voló a Dallas, donde cogió otro avión que iba al norte y allí alquiló un coche y se fue a casa.
Descubrió que saber que estaba a más de 600 millas del océano era muy reconfortante; aunque, más adelante, se mudó a Nebraska para aumentar la distancia con el mar: había cosas que vio, o creyó haber visto, bajo el viejo muelle aquella noche que nunca conseguiría quitarse de la cabeza. Había cosas que acechaban bajo gabardinas grises que no eran para el conocimiento del hombre. Escamosas. No le hacía falta buscar en el diccionario. Lo sabía. Eran escamosas.
Un par de semanas después de su regreso a casa, Ben envió un ejemplar anotado de Un viaje a pie por la costa británica a la editorial, para entregar a la autora, con una carta extensa que contenía unas cuantas sugerencias útiles para ediciones futuras. También le pedía a la autora si le podía enviar una fotocopia de la página que habían arrancado de su guía, para quedarse tranquilo; pero en el fondo se sintió aliviado, a medida que los días se convertían en meses y los meses se convertían en a?os y luego en décadas, de que ella nunca le contestara.
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