Humo yespejos

Regresé a mi piso y esperé a que llovieran las ofertas de trabajo, cosa que no pasó, pero el amigo de la novia de un amigo empezó a charlar conmigo bien entrada la noche en un club (con música de un tío del que no había oído hablar jamás, llamado David Bowie. Iba vestido de astronauta, el resto de su grupo llevaba disfraces de cowboy plateados. Ni siquiera escuché las canciones) y, cuando me di cuenta, estaba haciendo de representante de mi propio grupo de rock, los Diamonds of Flame. A menos que os movierais por el ambiente de los clubs de Londres a principios de los a?os setenta, nunca habréis oído hablar de ellos, aunque eran un grupo muy bueno. Concisos, llenos de lirismo. Cinco tíos. Dos de ellos están actualmente en supergrupos de nivel mundial. Uno de ellos es un fontanero en Walsall; aún me envía tarjetas de Navidad. Los otros dos llevan quince a?os muertos: sobredosis anónimas. Desaparecieron con menos de una semana de diferencia, y eso separó al grupo.

 

También terminó conmigo. Después de aquello abandoné, quería alejarme todo lo posible de la ciudad y de aquel estilo de vida. Me compré una granja peque?a en Gales y fui feliz allí, con las ovejas y las cabras y las coles. Probablemente hoy seguiría allí si no hubiera sido por ella y Penthouse.

 

No sé de dónde llegó; una ma?ana salí y me encontré la revista en el jardín, en el barro, boca abajo. Era de hacía casi un a?o. Ella no iba maquillada y posaba en lo que parecía un piso de lujo. Por primera vez, podía verle el vello púbico, o podría habérselo visto si no hubieran hecho que la foto fuera artísticamente borrosa y estuviera sólo ligeramente desenfocada. Daba la sensación de que ella estaba surgiendo de la niebla.

 

Se llamaba, decía la revista, Lesley. Tenía diecinueve a?os.

 

Después de aquello ya no podía seguir lejos de ella. Vendí la granja por una miseria y volví a Londres en los últimos días de 1976.

 

Me apunté al paro, vivía en un piso de protección oficial en Victoria, me despertaba a la hora de comer, iba a los pubs hasta que cerraban por la tarde, leía los periódicos en la biblioteca hasta que volvían a abrir y, entonces, iba de bar en bar hasta la hora de cierre. Vivía del dinero del paro y bebía de mi cuenta corriente.

 

Tenía treinta a?os y me sentía mucho más viejo. Empecé a vivir con una punki rubia anónima de Canadá que conocí en un bar de la calle Greek. Era la camarera y, una noche, después de cerrar, me dijo que acababa de perder la habitación donde vivía, así que le ofrecí el sofá de mi casa. Resultó que sólo tenía dieciséis a?os y nunca llegó a dormir en el sofá. Tenía pechos peque?os y como melocotones, un cráneo tatuado en la espalda y un peinado de Novia de Frankenstein juvenil. Decía que lo había hecho todo y que no creía en nada. Solía hablar durante horas sobre la forma en que el mundo se dirigía hacia una condición de anarquía, afirmaba que no había esperanza ni futuro; pero follaba como si ella hubiera acabado de inventar aquello. Y yo me imaginaba que eso era bueno.

 

Solía venir a la cama llevando nada más que un collar de perro de cuero negro y con púas, y con los ojos maquilladísimos de un negro sucio. A veces escupía, lanzaba escupitajos en la acera cuando estábamos paseando, lo que yo odiaba, y hacía que la llevase a clubs punkis, a verla escupir y soltar tacos y brincar. Entonces me sentía muy viejo. Aunque me gustaba parte de la música: Peaches, cosas así. Además, vi a los Sex Pistols tocar en directo. Eran pésimos.

 

Entonces la punki me dejó, tras asegurarme que yo era un pesado de mierda, y empezó a salir con un principito árabe sumamente gordo.

 

—Pensaba que no creías en nada —le grité mientras se subía al Rolls que él envió a recogerla.

 

—Creo en mamadas de cien libras y en sábanas de visón —me contestó gritando, mientras se enroscaba en el dedo un pelo de su peinado de Novia de Frankenstein—. Y en un vibrador de oro. Creo en eso.

 

Así que se marchó hacia una fortuna petrolera y un vestuario nuevo, y yo comprobé cuántos ahorros me quedaban y descubrí que estaba en la ruina, casi sin un céntimo. Seguía comprando Penthouse esporádicamente. Mi alma de los a?os sesenta estaba tanto escandalizada como contentísima por la cantidad de carne que se mostraba. No quedaba nada para la imaginación, lo que, al mismo tiempo, me atraía y repelía.

 

Entonces, a finales de 1977, ella volvió a salir.

 

Tenía el pelo multicolor, mi Charlotte, y la boca tan carmesí como si hubiese estado comiendo frambuesas. Estaba echada sobre sábanas de satén, llevaba un antifaz enjoyado y tenía una mano entre las piernas, extática, orgásmica, todo lo que siempre quise: Charlotte.

 

Aparecía bajo el nombre de Titania e iba cubierta de plumas de pavo real. Trabajaba, me informaron las palabras negras de trazos delgados que reptaban alrededor de sus fotos, en una agencia inmobiliaria del sur. Le gustaban los hombres sensibles y honestos. Tenía diecinueve a?os.

 

Y, maldita sea, parecía tener diecinueve a?os. Yo, en cambio, estaba pelado, en el paro junto a algo más de un millón de personas, y sin nada a la vista.

 

Vendí mi colección de discos, todos los libros, menos cuatro ejemplares de Penthouse, y gran parte de los muebles, y me compré una cámara bastante buena. Entonces llamé a todos los fotógrafos que había conocido cuando estaba en publicidad hacía casi una década.

 

La mayoría no me recordaba o eso decía. Y los que sí me recordaban, no querían un joven y entusiasta ayudante que ya no era joven y que no tenía ninguna experiencia. Aun así, seguí intentándolo y, al final, localicé a Harry Bleak, un viejo de cabello plateado que tenía su propio estudio en Crouch End y un grupo numeroso de novietes caros.

 

Le dije lo que quería. Ni siquiera se paró a pensar en ello.

 

—Ven dentro de dos horas.

 

—?Sin trucos?

 

—Dos horas. No más.

 

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