Humo yespejos

Fui.

 

Durante el primer a?o limpié el estudio, pinté telones de fondo y salí a las tiendas y a las calles del barrio a mendigar, comprar o pedir prestados los accesorios apropiados. Al a?o siguiente me dejó ayudarle con las luces, montar las fotos, ocuparme de las pastillas de humo y el hielo seco y preparar el té. Estoy exagerando, sólo lo preparé una vez; el té me sale fatal. No obstante, aprendí una barbaridad sobre fotografía.

 

Y, de repente, era 1981 y el mundo era romántico otra vez y yo tenía treinta y cinco a?os y sentía cada minuto de mi vida. Bleak me pidió que me ocupara del estudio unas semanas mientras él se iba a Marruecos a pasar un mes de disipación bien merecido.

 

Ella salió en Penthouse aquel mes. Más tímida y formal que antes, esperándome muy bien puesta entre anuncios de estéreos y whisky. Se llamaba Dawn, pero seguía siendo mi Charlotte, con pezones como gotas de sangre en los pechos morenos, una mata oscura y muy rizada entre piernas eternas, fotografiada en el exterior en alguna playa. Sólo tenía diecinueve a?os, decía el texto. Charlotte. Dawn.

 

Harry Bleak murió en el viaje de vuelta de Marruecos: le cayó un autobús encima.

 

No hace gracia, en serio, iba en el transbordador de coches que volvía de Calais y bajó a escondidas a la cubierta para automóviles a buscar los puros, que se había dejado en la guantera del Mercedes.

 

Hacía un tiempo tormentoso y había un autobús turístico (que pertenecía, según leí en los periódicos y me explicó con todo detalle un novio lloroso, a una cooperativa comercial de Wigan) que estaba mal encadenado. Harry quedó aplastado contra el lado de su Mercedes plateado.

 

Siempre había mantenido el coche impecable.

 

Cuando se leyó el testamento, descubrí que el cabronazo me había dejado el estudio. Lloré hasta quedarme dormido aquella noche, me pasé una semana borracho como una cuba y luego abrí al público.

 

Pasaron cosas entre entonces y ahora. Me casé. Duró tres semanas, después lo dejamos. Supongo que no soy el tipo de hombre que se casa. Tarde una noche, un borracho de Glasgow me dio una paliza en un tren, y los demás pasajeros fingieron que no estaba ocurriendo. Me compré un par de tortugas de agua dulce y una pecera, las puse en el piso que tenía encima del estudio y las llamé Rodney y Kevin. Llegué a ser un fotógrafo bastante bueno. Hacía calendarios, publicidad, moda y fotos sexys, ni?os peque?os y grandes estrellas: toda la historia.

 

Y un día de primavera de 1985, conocí a Charlotte.

 

Estaba solo en el estudio un jueves por la ma?ana, sin afeitar y descalzo. Era un día libre y lo iba a pasar limpiando el local y leyendo periódicos. Había dejado las puertas del estudio abiertas, para que entrase el aire fresco y sustituyese el mal olor de los cigarrillos y el vino derramado de la sesión de fotografía de la noche anterior, cuando la voz de una mujer dijo:

 

—?Fotografía Bleak?

 

—Así es —dije, sin darme la vuelta—, pero Bleak ha muerto. Ahora llevo yo el negocio.

 

—Quiero hacer de modelo para ti —dijo.

 

Me di la vuelta. Medía cerca de uno setenta, tenía el cabello de color miel, ojos verde aceituna, una sonrisa como agua fría en el desierto.

 

—?Charlotte?

 

Ladeó la cabeza.

 

—Si quieres. ?Me vas a fotografiar?

 

Asentí en silencio. Enchufé los parasoles, la puse contra una pared desnuda de ladrillos y saqué un par de polaroids de prueba. Ningún maquillaje especial, ningún decorado, sólo unas pocas luces, una Hasselblad y la chica más hermosa de mi mundo.

 

Después de un rato, empezó a quitarse la ropa. Yo no le pedí que lo hiciera. No recuerdo haberle dicho nada. Se desvistió y yo seguí haciendo fotos.

 

Ella lo sabía todo. Cómo posar, acicalarse, mirar. Flirteaba silenciosamente con la cámara y yo estaba detrás, moviéndome a su alrededor, sin parar de apretar el botón. No recuerdo haberme detenido para nada, pero tuve que haber cambiado los carretes, porque acabé con una docena al final del día.

 

Supongo que pensáis que después de sacar las fotos, hice el amor con ella. Bueno, mentiría si dijese que nunca me tiré a las modelos en mi época y, si queréis, algunas de ellas se me habían tirado a mí. Sin embargo, no la toqué. Ella era mi sue?o; y si tocas un sue?o desaparece, como una pompa de jabón.

 

Además, me fue imposible tocarla.

 

—?Cuántos a?os tienes? —le pregunté justo antes de que se marchara, cuando se estaba poniendo el abrigo y recogiendo el bolso.

 

—Diecinueve —me dijo sin darse la vuelta, y luego se fue.

 

No se despidió.

 

Envié las fotos a Penthouse. No se me ocurría ningún otro sitio adonde enviarlas. Dos días después, recibí una llamada del director artístico.

 

—?Me ha encantado la chica! Es un auténtico rostro de los ochenta. ?Cuáles son sus datos?

 

—Se llama Charlotte —le dije—. Tiene diecinueve a?os.

 

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