Humo yespejos

El Burro Sucio era un bar peque?o, más o menos mugriento, mal iluminado y en el que un pu?ado de personas sin afeitar que llevaban chaquetones de trabajo cubiertos de polvo se observaban unos a otros con desconfianza, mientras comían patatas fritas y bebían pintas de Guinness, una bebida que a Peter nunca le había gustado. Peter llevaba el Financial Times bajo el brazo de la forma más visible que podía, pero nadie le abordó, así que pidió media pinta de clara y se retiró a una mesa del rincón. Incapaz de pensar en otra cosa que hacer mientras esperaba, intentó leer el periódico, pero, perdido y confundido por un laberinto de futuros de grano y una compa?ía de caucho que vendía algo al descubierto (no sabría decir exactamente qué eran las cosas al descubierto), lo dejó y se quedó mirando la puerta.

 

Había esperado casi diez minutos cuando un hombrecito ocupado entró con prisas, miró rápidamente a su alrededor y entonces fue directo a la mesa de Peter y se sentó.

 

El hombre extendió la mano.

 

—Kemble. Burton Kemble de Ketch Hare Burke Ketch. Me han dicho que tiene un trabajo para nosotros.

 

No tenía aspecto de asesino y Peter se lo dijo.

 

—Válgame Dios, claro que no. En realidad no soy parte de la plantilla. Estoy en ventas.

 

Peter asintió con la cabeza. Eso tenía sentido, desde luego.

 

—?Podemos, esto, hablar con libertad aquí?

 

—Por supuesto. Nadie está interesado. Veamos, pues, ?de cuántas personas querría deshacerse?

 

—Sólo una. Se llama Archibald Gibbons y trabaja en la sección de contabilidad de Clamages. Su dirección es…

 

Kemble le interrumpió.

 

—Entraremos en ese tema más tarde, se?or, si no le importa. De momento, revisemos rápidamente el lado financiero. En primer lugar, el contrato le costará quinientas libras…

 

Peter asintió. Podía permitírselo y, de hecho, había calculado que le iba a costar un poco más.

 

—… aunque siempre está la oferta especial —concluyó Kemble con mucha labia.

 

A Peter le brillaron los ojos. Como he mencionado anteriormente, le encantaban las gangas y a menudo compraba cosas sin ninguna utilidad imaginable en rebajas o en ofertas especiales. Aparte de este único defecto (uno que tantos compartimos), era un joven de lo más moderado.

 

—?Oferta especial?

 

—Dos por el precio de uno, se?or.

 

Mmm. Peter se lo pensó. Eso salía a sólo 250 libras cada uno, lo que no estaba mal te lo mirases como te lo mirases. Había un único inconveniente.

 

—Me temo que no hay nadie más a quien quiera que maten.

 

Kemble parecía decepcionado.

 

—Es una lástima. Por dos es probable que hasta le hubiésemos podido rebajar el precio a, bueno, digamos, cuatrocientas cincuenta libras por los dos.

 

—?En serio?

 

—Bueno, les da algo que hacer a nuestros operarios. Por si quiere saberlo —y entonces bajó la voz—, lo cierto es que no hay bastante trabajo en esta línea en concreto para tenerlos ocupados. No es como en los viejos tiempos. ?No hay sólo una persona más a la que le gustaría ver muerta?

 

Peter reflexionó. Odiaba desperdiciar una ganga, pero por nada del mundo se le ocurría nadie más. Le gustaba la gente. Aun así, una ganga era una ganga…

 

—Mire —dijo Peter—. ?Podría pensármelo y verle aquí ma?ana por la noche?

 

El vendedor parecía satisfecho.

 

—Por supuesto —dijo—. Estoy seguro de que se le ocurrirá alguien.

 

La respuesta, la respuesta obvia, le llegó a Peter cuando empezaba a quedarse dormido aquella noche. Se enderezó en la cama, buscó a tientas la luz de la mesa de noche y la encendió y escribió un nombre en el reverso de un sobre, por si lo olvidaba. A decir verdad, no creía que pudiera olvidarlo, porque era demasiado obvio, pero con las ideas de medianoche nunca se sabe.

 

El nombre que había escrito en el reverso del sobre era éste: Gwendolyn Thorpe.

 

Apagó la luz, se puso de lado y no tardó en estar dormido y so?ando sue?os tranquilos y sorprendentemente nada criminales.

 

Kemble le estaba esperando cuando llegó al Burro Sucio el domingo por la noche. Peter pidió algo para beber y se sentó junto a él.

 

—Acepto la oferta especial —dijo, a modo de saludo.

 

Kemble asintió enérgicamente con la cabeza.

 

—Una decisión muy sabia, si no le importa que se lo diga, se?or.

 

Peter Pinter sonrió modestamente, del modo en que lo haría alguien que leyese el Financial Times y tomase decisiones sabias.

 

—Tengo entendido que eso costará cuatrocientas cincuenta libras.

 

—?Dije cuatrocientas cincuenta libras? Dios santo, le pido disculpas. Le ruego que me perdone, estaba pensando en nuestra tarifa por grandes cantidades. Dos personas costarían cuatrocientas setenta y cinco libras.

 

Una mezcla de decepción y codicia apareció en el rostro insulso de Peter. Eso eran 25 libras de más. Sin embargo, algo que Kemble había dicho le había llamado la atención.

 

—?Precio por grandes cantidades?

 

—Por supuesto, pero dudo que a usted le interese.

 

—No, no, me interesa. Hábleme de ello.

 

—Muy bien, se?or. El precio por grandes cantidades, cuatrocientas cincuenta libras, sería por un trabajo grande. Diez personas.

 

Peter se preguntó si le había oído bien.

 

—?Diez personas? Pero eso sólo son cuarenta y cinco libras por persona.

 

—Así es. Es el pedido grande lo que lo hace rentable.

 

—Ya veo —dijo Peter, y— hmm —dijo Peter, y— ?podría volver a la misma hora ma?ana por la noche?

 

—Por supuesto.

 

Al llegar a casa, Peter sacó un trozo de papel y un bolígrafo. Escribió los números del uno al diez en un lado y luego lo llenó como sigue:

 

1. … Archie G.

 

2. … Gwennie.

 

3. …

 

etcétera.

 

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