—No importa —dijo la princesa, y entonces se rasgó el vestido ligero que llevaba y le ofreció su pecho—. Aquí está mi corazón —dijo, se?alando con el dedo—, y aquí es donde debes clavarla.
Nunca había pasado de aquel punto. Lo había escrito el día en que le habían dicho que le iban a poner en un curso más alto y, después de eso, ya no tenía mucho sentido. Había aprendido a no intentar continuar las historias de un a?o para otro. Ya tenía doce a?os.
Sin embargo, era una lástima.
El título del trabajo había sido ?Un encuentro con mi personaje literario favorito?, y él había escogido a Elric. Había pensado en Corum o Jerry Cornelius o incluso Conan el Bárbaro, pero Elric de Melniboné ganó claramente, como siempre hacía.
Richard había leído Portadora de tormentas por primera vez hacía tres a?os, a la edad de nueve a?os. Había ahorrado para comprarse un ejemplar de La ciudadela cantora (al acabarlo, decidió que era una especie de estafa: sólo había una historia de Elric), y luego le pidió dinero prestado a su padre para comprar La hechicera dormida, que había encontrado en un expositor giratorio cuando estaban de vacaciones en Escocia el verano anterior. En La hechicera dormida, Elric se encontraba con Erekos? y Corum, dos aspectos más del Campeón Eterno, y los tres se unían.
Al acabar el libro, Richard se dio cuenta de que eso significaba que los libros de Corum y los libros de Erekos? e incluso los libros de Dorian Hawkmoon eran en realidad libros de Elric, así que empezó a comprarlos y a disfrutar con ellos.
No obstante, no eran tan buenos como Elric. él era el mejor.
A veces se sentaba y dibujaba al príncipe albino, intentando que le saliera bien. Ninguno de los dibujos de Elric de las portadas de los libros se parecía al que vivía en su cabeza. Dibujaba a los Elrics con una pluma estilográfica en los cuadernos escolares nuevos que había conseguido mediante enga?os. En la portada escribía su nombre: RICHARD GREY. NO ROBAR.
A veces pensaba que debería acabar de escribir su historia de Elric. Tal vez podría incluso venderla a una revista. Pero, ?y si Moorcock lo descubría? ?Y si se metía en un lío?
La clase era grande y estaba llena de pupitres de madera. Cada pupitre estaba grabado y marcado y manchado de tinta por su ocupante, un proceso importante. Había una pizarra en la pared y en ella había un dibujo a tiza: una representación bastante exacta de un pene que apuntaba a un dibujo con forma de Y, que pretendía representar los genitales femeninos.
La puerta de abajo se cerró de un golpe y alguien subió las escaleras corriendo.
—Grey, tarado, ?qué haces aquí arriba? Teníamos que estar en el Acre Bajo. Hoy te toca jugar a fútbol.
—?Ah, sí? ?Me toca?
—Lo anunciaron en la reunión de esta ma?ana. Y la lista está en el tablón de anuncios de deportes —J. B. C. MacBride tenía el pelo rubio rojizo, llevaba gafas y era sólo un poco más organizado que Richard Grey. Había dos J. MacBrides y por eso él alineaba toda la colección de iniciales.
—Ah.
Grey cogió un libro (Tarzán en el centro de la Tierra) y salió tras él. Las nubes eran de un gris oscuro y prometían lluvia o nieve.
La gente siempre estaba anunciando cosas de las que él no se daba cuenta. Llegaba a clases vacías, se perdía partidos organizados, llegaba al colegio en días en que los otros ni?os se habían ido a casa. A veces, tenía la sensación de vivir en un mundo distinto al de todos los demás.
Fue a jugar a fútbol, con Tarzán en el centro de la Tierra metido por detrás de sus shorts de fútbol azules y ásperos.
Odiaba las duchas y los ba?os. No entendía por qué tenían que ducharse y también ba?arse, pero así eran las cosas.
Estaba congelado, y no se le daban bien los deportes. Empezaba a convertirse en una cuestión de orgullo perverso el que, en los a?os que llevaba en el colegio, no hubiera marcado un gol ni se hubiera anotado una carrera ni eliminado a nadie ni hubiera hecho casi nada excepto ser la última persona que se escogía cuando se formaban los equipos.
Elric, el orgulloso príncipe pálido de los melniboneses, nunca habría tenido que quedarse en un campo de fútbol en pleno invierno, deseando que se acabase el partido.
El cuarto de las duchas estaba lleno de vapor, y él tenía el interior de los muslos irritado y rojo. Los ni?os hacían cola, desnudos y temblando, esperando a meterse bajo las duchas y luego en los ba?os.
El Sr. Murchison, los ojos salvajes y el rostro curtido y arrugado, viejo y casi calvo, estaba en los vestuarios dirigiendo a los ni?os para que se metieran bajo la ducha, luego salieran y fueran a los ba?os.
—Eh, tú, qué ni?o tan tonto, Jamieson, a la ducha, Jamieson. Atkinson, no seas crío, métete debajo como es debido. Smiggings, al ba?o. Goring, ocupa su sitio en la ducha…
Las duchas estaban demasiado calientes. Los ba?os estaban helados y turbios.
Cuando el Sr. Murchison no estaba cerca, los ni?os se daban con las toallas, bromeaban sobre sus penes, sobre quién tenía vello púbico, quién no.