Humo yespejos

… fue como subir del fondo de la parte honda de una piscina. Aparecieron estrellas sobre él y cayeron y se disolvieron en azules y verdes, y fue con una profunda sensación de decepción que se convirtió en Richard Grey y volvió a ser él mismo, lleno de una emoción desconocida. La emoción era específica, tan específica que se sorprendió, más tarde, al darse cuenta de que no tenía un nombre propio: una sensación de indignación y pesar por haber tenido que regresar a algo que había creído acabado desde hacía tiempo y abandonado y olvidado y muerto.

 

Richard estaba tendido en el suelo y Lindfield le estaba tirando del nudo diminuto de la corbata. Había otros chicos alrededor, rostros que le miraban, preocupados, intranquilos, asustados.

 

Lindfield aflojó la corbata. Richard hizo un esfuerzo para coger aire, lo tomó de un trago, lo agarró y se lo llevó a los pulmones.

 

—Pensábamos que estabas fingiendo. Te desplomaste —dijo alguien.

 

—Cállate —dijo Lindfield—. ?Estás bien? Lo siento. Lo siento mucho. Jesús. Lo siento.

 

Por un momento, Richard pensó que se estaba disculpando por haberle hecho volver del mundo que había más allá del templo.

 

Lindfield estaba aterrorizado, solícito, terriblemente preocupado. Era obvio que nunca había estado a punto de matar a alguien. Mientras subía las escaleras con Richard al despacho de la enfermera, Lindfield explicó que había vuelto de la tienda de golosinas del colegio, le había encontrado inconsciente en el camino, rodeado de ni?os curiosos y se había dado cuenta de lo que pasaba. Richard descansó un poco en el despacho de la enfermera, donde le dieron una aspirina amarga soluble, de un tarro enorme, en un vaso de plástico de agua, y luego le hicieron pasar al estudio del director.

 

—?Dios, menuda pinta tienes, Grey! —dijo el director, dándole chupadas a su pipa con irritación—. No culpo al joven Lindfield en absoluto. De todos modos, te ha salvado la vida. No quiero oír ni una palabra más sobre el asunto.

 

—Lo siento —dijo Grey.

 

—Eso es todo —dijo el director en su nube de humo perfumado.

 

—?Ya has escogido una religión? —preguntó el capellán del colegio, el Sr. Aliquid.

 

Richard dijo que no con la cabeza.

 

—Tengo unas cuantas para elegir —reconoció.

 

El capellán del colegio también era el profesor de biología de Richard. Había llevado hacía poco a la clase de biología de Richard, quince ni?os de trece a?os y Richard, doce a?os recién cumplidos, al otro lado de la calle a su casita, que estaba enfrente del colegio. En el jardín, el Sr. Aliquid había matado, despellejado y descuartizado un conejo con un cuchillo peque?o y afilado. Luego, había cogido una bomba de pie y había inflado la vejiga del conejo como si fuera un globo hasta que se había reventado, salpicando a los ni?os de sangre. Richard vomitó, pero fue el único que lo hizo.

 

—Hum —dijo el capellán.

 

El estudio del capellán estaba cubierto de libros. Era uno de los pocos estudios de los maestros que era cómodo en algún sentido.

 

—?Y qué hay de la masturbación? ?Te masturbas excesivamente? —al Sr. Aliquid le brillaron los ojos.

 

—?Qué es excesivamente?

 

—Oh. Más de tres o cuatro veces al día, supongo.

 

—No —dijo Richard—. Excesivamente no.

 

Era un a?o más joven que los demás ni?os de su clase; la gente a veces lo olvidaba.

 

Cada fin de semana, viajaba a Londres Norte y se quedaba en casa de sus primos para las lecciones de bar mitzvah que les daba un solista del coro, ascético y delgado, más frum que cualquiera, un cabalista y conservador de misterios escondidos hacia los que se le podía desviar con una pregunta certera. Richard era un experto en las preguntas certeras.

 

Frum significaba judío ortodoxo y de línea dura. Nada de leche con carne y dos lavaplatos para las dos vajillas y cuberterías.

 

No hervirás a un cabrito en la leche de su madre.

 

Los primos de Richard de Londres Norte eran frum, aunque los ni?os solían comprar hamburguesas con queso a escondidas después del colegio y luego se jactaban de ello.

 

Richard sospechaba que su cuerpo ya estaba completamente contaminado. Sin embargo, decía basta a la hora de comer conejo. Había comido conejo —y no le había gustado— durante a?os hasta que comprendió lo que era. Cada jueves, para la comida del colegio, había lo que él creía que era un estofado de pollo bastante desagradable. Un jueves encontró una pata de conejo flotando en el estofado y entonces se dio cuenta de lo que era. Después de aquello, los jueves, se llenaba a base de pan con mantequilla.

 

En el metro a Londres Norte, estudiaba los rostros de los demás pasajeros, preguntándose si alguno de ellos sería Michael Moorcock.

 

Si se encontraba con Moorcock, le preguntaría cómo volver al templo en ruinas. Si se encontraba con Moorcock, le daría demasiada vergüenza hablar con él.

 

Algunas noches, cuando sus padres habían salido, intentaba llamar a Michael Moorcock.

 

Llamaba a información y pedía su número.

 

—No te lo puedo dar, cielo. No figura en la guía telefónica.

 

Intentaba sonsacarlo y siempre fracasaba, por suerte. No sabía qué le diría a Moorcock si lo conseguía.

 

Marcaba con una se?al en la parte de delante de sus novelas de Moorcock, donde estaba la página de Del Mismo Autor, los libros que leía.

 

Neil Gaiman's books