Humo yespejos

Richard guardó los libros de Narnia, convencido, con tristeza, de que eran una alegoría; de que un autor (en el que había confiado) había estado intentando decir algo que le pasara inadvertido. Había sentido la misma indignación con los cuentos del Profesor Challenger, cuando el viejo profesor de cuello corto y ancho se convirtió al espiritualismo; no era que a Richard le costara creer en fantasmas —Richard creía, sin problemas ni contradicciones, en todo—, pero Conan Doyle estaba sermoneando y se le notaba por las palabras que usaba. Richard era joven e inocente a su modo, y creía que se debería confiar en los autores y que no debería haber nada escondido bajo la superficie de un cuento.

 

Al menos las historias de Elric eran honestas. Allí no pasaba nada bajo la superficie: Elric era el príncipe lánguido de una raza muerta, que ardía de autocompasión y agarraba con firmeza a Tormentosa, su ancha espada de filo oscuro, un filo que clamaba vidas, que bebía almas humanas y que le daba la fuerza de esas almas al débil albino condenado.

 

Richard leía y releía las historias de Elric y sentía placer cada vez que Tormentosa se hundía en el pecho de un enemigo; sin saber por qué, sentía una satisfacción comprensiva cuando Elric sacaba su fuerza de la espada de las almas, como un adicto a la heroína de una novela de suspense con una provisión nueva de caballo.

 

Richard estaba convencido de que un día los de Mayflower Books le vendrían detrás para que les diera sus 25 peniques. Nunca se atrevió a comprar más libros por correo.

 

J. B. C. MacBride tenía un secreto.

 

—No se lo puedes decir a nadie.

 

—Vale.

 

A Richard no le costaba nada guardar secretos. A?os más tarde, se dio cuenta de que era un depositario andante de viejos secretos, secretos que sus confidentes originales probablemente habían olvidado hacía tiempo.

 

Caminaban, cada uno con el brazo sobre los hombros del otro, hacia los bosques que había detrás del colegio.

 

A Richard, de forma espontánea, le habían regalado otro secreto en esos bosques: aquí es donde tres de los amigos del colegio se encuentran con chicas del pueblo y donde, le han dicho, hacen mutuo alarde de sus genitales.

 

—No te puedo decir quién me lo dijo.

 

—Vale —dijo Richard.

 

—Pero es verdad. Y es un secreto enorme.

 

—Bueno.

 

MacBride había estado pasando mucho tiempo últimamente con el Sr. Aliquid, el capellán del colegio.

 

—Bien, todo el mundo tiene dos ángeles. Dios les da uno y Satanás les da otro. Así que cuando te hipnotizan, el ángel de Satanás se hace con el control y así es como funcionan los tableros de ouija. Es el ángel de Satanás. También puedes implorarle a tu ángel de Dios que hable a través de ti, pero la iluminación auténtica sólo ocurre cuando puedes hablarle a tu ángel. él te cuenta secretos.

 

ésta era la primera vez que a Grey se le había ocurrido que la iglesia anglicana tal vez tuviera su propio esoterismo, su propia cábala oculta.

 

El otro chico parpadeó con aire de sabihondo.

 

—No puedes decírselo a nadie. Me metería en un lío si supieran que te lo he contado.

 

—Bueno.

 

Hubo una pausa.

 

—?Le has hecho una paja a una persona mayor alguna vez? —preguntó MacBride.

 

—No —el secreto de Richard era que aún no había empezado a masturbarse. Todos sus amigos se masturbaban, constantemente, solos y en parejas o grupos. él era un a?o menor que ellos y no entendía a qué venía tanto alboroto; la idea misma le hacía sentir incómodo.

 

—Leche por todas partes. Es espesa y viscosa. Intentan convencerte para que te metas su polla en la boca cuando se corren.

 

—Puaj.

 

—No es tan malo —hubo una pausa—. ?Sabes?, el Sr. Aliquid cree que eres muy listo. Si quisieras entrar en el grupo de discusión religiosa, quizá diría que sí.

 

El grupo de discusión privado se reunía por las tardes, dos veces a la semana después de la hora de estudio, en la casita de soltero del Sr. Aliquid, que estaba frente al colegio al otro lado de la calle.

 

—No soy cristiano.

 

—?Y qué? Sigues siendo el primero de la clase en Teología, ni?o judío.

 

—No, gracias. Eh, tengo un Moorcock nuevo. Uno que no has leído. Es un libro de Elric.

 

—No es verdad. No hay ninguno nuevo.

 

—Sí lo hay. Se llama Los ojos del hombre de jade. Está impreso en tinta verde. Lo encontré en una librería de Brighton.

 

—?Me lo dejarás cuando lo hayas acabado?

 

—Claro.

 

Empezaba a hacer frío y volvieron, cogidos del brazo. Como Elric y Moonglum, pensó Richard para sí mismo, y aquello tenía tanto sentido como los ángeles de MacBride.

 

Richard so?aba despierto que secuestraba a Michael Moorcock y le obligaba a que le contara el secreto.

 

Si le apretaran, Richard sería incapaz de decir qué clase de cosa era el secreto. Era algo que tenía que ver con escribir; algo que tenía que ver con dioses.

 

Richard se preguntaba de dónde sacaba sus ideas Moorcock.

 

Probablemente del templo en ruinas, decidió al final, aunque ya no se acordaba de cómo era el templo. Recordaba una sombra y estrellas y la sensación de dolor al volver a algo que había creído haber acabado hacía tiempo.

 

Se preguntaba si era de ahí de donde todos los autores sacaban sus ideas o si era sólo Michael Moorcock.

 

Si alguien le hubiera dicho que simplemente se lo inventaban todo, que se lo sacaban de la cabeza, nunca le habría creído. Tenía que haber un lugar de donde viniera la magia.

 

?No?

 

Un tipo me llamó de América la otra noche, dijo, ?Escucha, tío, he de hablar contigo sobre tu religión?. Yo dije, ?No sé de qué me hablas. No tengo ninguna puta religión?.

 

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