Humo yespejos

 

Tenían varios dispositivos que mataban al ratón rápidamente, otros que lo hacían más despacio. Había una docena de variantes de la ratonera tradicional, la que Regan tendía a considerar como la de Tom y Jerry: una trampa con un resorte metálico que se cerraba de golpe con sólo tocarla y le rompía el lomo al ratón; había otros artilugios en las estanterías: unos que asfixiaban al ratón, otros que lo electrocutaban o que incluso lo ahogaban, cada uno a salvo en su paquete de cartón multicolor.

 

—Esto no es exactamente lo que estaba buscando —dijo Regan.

 

—Pues aquí están todas las trampas que tenemos —dijo la mujer, que llevaba una etiqueta de identificación grande y de plástico que decía que se llamaba BECKY y que LE ENCANTA TRABAJAR PARA TI EN MACREA, LA TIENDA ESPECIALIZADA EN ALIMENTO PARA ANIMALES—, A ver, ahí…

 

Se?aló un expositor independiente de bolsitas de VENENO PARA RATONES GATO-HAM-BRIENTO. Había un ratoncito de goma en la parte de arriba del expositor, con las patas al aire.

 

Regan experimentó un recuerdo fugaz y espontáneo: Gwen, extendiendo una mano elegante y rosada, con los dedos torcidos hacia arriba.

 

—?Qué es esto? —dijo ella. Fue la semana antes de que él se marchase a América.

 

—No lo sé —dijo Regan. Estaban en el bar de un hotelito del West Country, alfombras de color burdeos, papel pintado de color beige. él tenía un gin tonic en la mano; ella se estaba tomando su segundo vaso de chablis. Gwen le dijo una vez a Regan que las rubias deberían beber sólo vino blanco; quedaba mejor. él se rió hasta que se dio cuenta de que lo decía en serio.

 

—Es uno de éstos, pero muerto —dijo ella, dándole la vuelta a la mano de modo que los dedos colgasen como las patas de un animal lento y rosado. él sonrió. Más tarde, pagó la cuenta y subieron a la habitación de Regan…

 

—No. Veneno no. Verá, es que no quiero matarlo —le dijo a la dependienta, Becky.

 

Ella le miró con curiosidad, como si se hubiera puesto a hablar en una lengua extranjera.

 

—?Pero no ha dicho que quería ratoneras…?

 

—Mire, lo que quiero es una trampa humana. Es como un pasillo. El ratón entra, la puerta se cierra tras él, no puede salir.

 

—?Y cómo lo mata?

 

—No lo mato. Recorro algunas millas en coche y lo suelto. Y no vuelve a molestarme.

 

Ahora Becky estaba sonriendo, examinándole como si fuera la cosa más adorable, la cosita más dulce, tonta y mona que había visto.

 

—Quédese aquí —dijo—. Iré detrás a mirar.

 

Se fue por una puerta en la que ponía SóLO EMPLEADOS. Tenía un culo bonito, pensó Regan, y era más o menos atractiva, de la forma sosa del centro de los Estados Unidos.

 

Echó un vistazo por la ventana. Janice estaba en el coche, leyendo una revista: una mujer pelirroja que llevaba una bata sin gracia. La saludó con la mano, pero ella no le estaba mirando.

 

Becky asomó la cabeza por la puerta.

 

—?Bingo! —dijo—. ?Cuántas quiere?

 

—?Dos?

 

—No hay problema —desapareció otra vez y regresó con dos envases de plástico peque?os y verdes. Los marcó en la caja registradora y, mientras él revolvía entre sus billetes y monedas, con los que aún no estaba familiarizado, intentando reunir las monedas correctas, ella examinó las trampas, sonriendo, dándole la vuelta a los paquetes.

 

—Dios mío —dijo ella—. ?Qué se les ocurrirá la próxima vez?

 

El calor le embistió de golpe al salir de la tienda.

 

Se dirigió al coche deprisa. El tirador metálico de la puerta estaba caliente; el motor estaba al ralentí.

 

Subió.

 

—He comprado dos —dijo. El aire acondicionado del coche era fresco y agradable.

 

—Ponte el cinturón —dijo Janice—. Oye, en serio, tendrás que aprender a conducir aquí —dejó la revista.

 

—Lo haré —dijo él—. Con el tiempo.

 

A Regan le daba miedo conducir en América: era como conducir por el otro lado de un espejo.

 

No dijeron nada más y Regan leyó las instrucciones que había al dorso de las cajas de las ratoneras. Según el texto, el principal atractivo de esta clase de trampa era que nunca tenías que ver, tocar o hacer algo con el ratón. La puerta se cerraba tras él y punto. Las instrucciones no decían nada sobre no matar al ratón.

 

Cuando llegaron a casa, sacó las trampas de las cajas, puso un poco de mantequilla de cacahuete al fondo de una, un trozo de chocolate para cocinar en la otra y las colocó en el suelo de la despensa.

 

Las trampas no eran más que pasillos. Una puerta en un extremo, una pared en el otro.

 

En la cama aquella noche, Regan alargó la mano y le tocó los pechos a Janice mientras ella dormía; los tocó suavemente ya que no quería despertarla. Podía apreciar que estaban más llenos. Deseó que los pechos grandes le pareciesen eróticos. Se descubrió preguntándose cómo sería chuparle los pechos a una mujer mientras estaba lactando. Se imaginaba dulzura, pero no un sabor en particular.

 

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