Humo yespejos

Janice estaba profundamente dormida, pero se movió hacia él.

 

él se alejó poco a poco; estaba acostado en la oscuridad, tratando de recordar cómo se dormía, buscando alternativas en la mente. Hacía tanto calor y el aire estaba tan cargado. Cuando vivían en Ealing solía dormirse al instante, estaba seguro. Hubo un grito agudo en el jardín. Janice se movió y se dio la vuelta, alejándose de él. El grito había parecido casi humano. A veces los zorros suenan como ni?os que chillan de dolor; Regan lo había oído decir hacía tiempo. O quizá era un gato. O un ave nocturna de algún tipo.

 

De todos modos, algo había muerto, en la noche. De eso no tenía la menor duda.

 

A la ma?ana siguiente una de las trampas había sido accionada, aunque, cuando Regan la abrió con cuidado, resultó estar vacía. Habían mordisqueado el cebo de chocolate. Abrió la puerta de la trampa otra vez y la volvió a colocar junto a la pared.

 

Janice estaba llorando en la sala de estar. Regan estaba de pie junto a ella; ella le tendió la mano y él la cogió con fuerza. Janice tenía los dedos fríos. Aún llevaba el camisón puesto y no se había maquillado.

 

Más tarde Janice hizo una llamada telefónica.

 

Poco antes del mediodía, llegó un paquete para Regan por Federal Express que contenía una docena de disquetes, todos llenos de números para que él los examinara y los arreglara y los clasificara.

 

Trabajó en el ordenador hasta las seis, sentado delante de un ventilador peque?o de metal que zumbaba y vibraba y movía el aire caliente por la habitación.

 

Aquella noche puso la radio mientras cocinaba.

 

—…lo que mi libro le dice a todo el mundo. Lo que los liberales no quieren que sepamos —la voz era alta, nerviosa, arrogante.

 

—Sí. Parte de aquello fue, bueno, bastante difícil de creer —el presentador le animaba a hablar: una voz de radio profunda, tranquilizadora y agradable al oído.

 

—Por supuesto que es difícil de creer. Va en contra de todo lo que se quiere creer. Los liberales y los hom-mo-sexuales de los medios no permiten que se sepa la verdad.

 

—Bueno, eso ya lo sabemos, amigo. Volveremos con ustedes después de esta canción.

 

Era una canción country. Regan solía tener la radio sintonizada en la emisora local de la Radio Pública Nacional; a veces transmitían el informativo del servicio mundial de la BBC. Alguien debía de haber cambiado la sintonización, supuso, aunque no se podía imaginar quién lo había hecho.

 

Cogió un cuchillo afilado y cortó la pechuga de pollo con cuidado, separando la carne rosada, cortándola en tiras listas para freír, mientras oía la canción.

 

A alguien se le había roto el corazón; a alguien ya no le importaba. La canción se acabó. Hubo un anuncio de una cerveza. Después, los hombres empezaron a hablar otra vez.

 

—Lo que pasa es que al principio nadie se lo cree. Pero yo tengo los documentos. Tengo las fotografías. Lee mi libro. Ya lo verás. Es la alianza impía, y cuando digo impía lo digo en serio, algo entre el llamado grupo de presión a favor de la propia elección, la comunidad médica y los hom-mo-sexuales. Los hom-mos necesitan estos asesinatos porque es de ahí de donde sacan a los ni?os que utilizan en sus experimentos para encontrar una cura para el SIDA.

 

?Verás, esos liberales hablan de atrocidades nazis, pero nada de lo que hicieron aquellos nazis se acerca siquiera un poco a lo que están haciendo ellos, en estos mismos momentos. Cogen los fetos humanos y los injertan en ratoncitos para crear unas criaturas híbridas de ratón y ser humano para sus experimentos. Entonces, les inyectan el SIDA…

 

Regan se descubrió pensando en la pared de globos oculares ensartados de Mengele. Ojos azules y ojos marrones y ojos…

 

—?Mierda! —se había cortado el pulgar. Se lo metió en la boca, lo mordió para detener la hemorragia, corrió al cuarto de ba?o y empezó a buscar una tirita.

 

—Recuerda, ma?ana he de salir de casa antes de las diez —Janice estaba de pie detrás de él. La miró a los ojos azules reflejados en el espejo del cuarto de ba?o. Se la veía tranquila.

 

—Bien —se puso la tirita en el pulgar, escondiendo y vendando la herida, y se volvió hacia ella.

 

—Hoy he visto un gato en el jardín —dijo ella—. Uno grande y gris. Quizá sea un gato callejero.

 

—Quizá.

 

—?Has vuelto a pensar en lo de comprar un animal doméstico?

 

—La verdad es que no. Sólo sería otra preocupación más. Creía que estábamos de acuerdo: nada de animales.

 

Ella se encogió de hombros.

 

Volvieron a la cocina. Regan vertió aceite en la sartén y encendió el gas. Dejó caer las tiras de carne rosada en la sartén y observó cómo se encogían y perdían color y cambiaban.

 

Al día siguiente, Janice se llevó el coche a la estación de autobuses por la ma?ana temprano. El viaje en coche hasta la ciudad era largo y no estaría en condiciones de conducir cuando estuviera lista para volver a casa. Se llevó quinientos dólares, en efectivo.

 

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