Humo yespejos

La chica hermosa (?Quién es? Una huésped de la posada, aventuro) canta: —?Un zorro salió una noche brillante y rogó para que la luna le diera luz porque tenía muchas millas que recorrer aquella noche antes de llegar a su raposera!

 

?Raposera! ?Raposera!

 

?Porque tenía muchas millas que recorrer aquella noche antes de llegar a su raposera!

 

Su voz es dulce y exquisita, pero la voz de mi futura es aún más exquisita.

 

—Y cuando su tumba estuvo cavada

 

(era un agujero peque?o, porque ella era una cosita, incluso encinta era peque?ita),

 

caminó debajo de ella, de acá para allá, ensayando así su sepultura:

 

—Buenas noches, mi pichoncito, mi amor, Caramba, estás deliciosa a la luz de la luna, madre de mi futuro hijo. Ven, deja que te abrace.

 

Y estrechaba el aire de la medianoche con una mano y, con la otra, que sujetaba el cuchillo corto pero malvado, apu?alaba y apu?alaba la oscuridad.

 

?Ella tembló en su roble encima de él. Respiró bajito, pero aun así tembló. Y una vez él alzó la mirada y dijo, —Búhos, apuesto a que sí, y otra vez, ?Vergüenza debería darme!, ?Hay un gato ahí arriba? Ven, minino… Pero ella no se movía.

 

Pensó en una rama, una hoja, un brote. Al alba él cogió azadón, pala, cuchillo y se marchó rezongando porque su presa le había burlado.

 

?La encontraron más tarde deambulando, había perdido el juicio. Tenía hojas de roble en el pelo y cantaba:

 

La rama se dobló

 

la rama se rompió

 

vi el hoyo

 

que hizo el zorro

 

Juramos amarnos

 

juramos casarnos

 

vi el acero

 

que llevaba el zorro ?Dicen que su bebé, cuando nació,

 

tenía una pata de zorro y no una mano.

 

El miedo es el escultor, afirman las parteras. El erudito huyó.

 

Y se sienta, entre el aplauso general.

 

La sonrisa oscila, se esconde entre sus labios: sé que está ahí, aguarda en sus ojos grises. Ella me mira, divertida.

 

—He leído que en Oriente los zorros siguen a sacerdotes y eruditos, disfrazados de mujeres, casas, monta?as, dioses, procesiones, siempre descubiertos por sus colas, eso cuentan —así empiezo, pero el padre de mi futura intercede.

 

—Hablando de contar, querida, ?decías que tenías un cuento?

 

Mi futura se sonroja. No existen los pétalos de rosa, salvo en sus mejillas. Asiente y dice: —?Mi cuento, padre? Mi cuento es el cuento de un sue?o que so?é.

 

Su voz es tan baja y suave que nos hacemos callar para escuchar, fuera de la posada sólo los sonidos nocturnos: un búho ulula, pero, como dicen los viejos, vivo demasiado cerca de un bosque para que me asuste un búho.

 

Me mira.

 

—Usted, se?or. En mi sue?o llegó cabalgando y me llamó, ?Venga a verme a mi casa, junto al camino blanco, Hay cosas tan interesantes que le mostraría.?

 

Pregunté cómo había de encontrar su casa, en el camino de caliza blanca, porque es un camino largo, oscuro, bajo los árboles que ti?en la luz de verde y oro cuando el sol está alto, pero que dan sombra al camino a otras horas. Por la noche está oscuro como boca de lobo; no hay luz de luna en el camino blanco…

 

?Y usted dijo, Se?or Zorro —y esto es de lo más curioso, pero los sue?os son traicioneros y curiosos y oscuros— que degollaría a una cerda

 

y que la haría caminar hasta casa detrás de su magnífico corcel negro.

 

Sonrió,

 

sonrió, Se?or Zorro, con sus labios rojos y sus ojos verdes, ojos que podrían cazar el alma de una doncella, y sus dientes amarillos, que podrían comérsele el corazón.

 

—Dios no lo quiera —sonreí. Todos tenían los ojos puestos en mí, no en ella, aunque suyo era el cuento. Ojos, qué ojos.

 

?Así que, en mi sue?o, se me antojó visitar su gran casa, como tan a menudo me había rogado que hiciera, pasear por los claros y los senderos, ver los estanques, las estatuas que había traído de Grecia, los tejos, la alameda, la gruta y la enramada.

 

Y como esto no era más que un sue?o, no deseaba llevarme a una acompa?ante,

 

alguna lila mustia y sin jugo

 

que no habría apreciado su casa, Se?or Zorro; que no habría apreciado su piel pálida,

 

ni sus ojos verdes,

 

ni su encanto.

 

?Y cabalgué por el camino de caliza blanca, siguiendo el reguero de sangre roja, en Betsy, mi potra. Las copas de los árboles eran verdes.

 

Unas doce millas en línea recta y entonces la sangre me guió a través de praderas, por encima de zanjas, por un sendero de grava (pero luego tuve que aguzar la vista para captar la sangre, una gota aquí, una gota allá: la cerda debía estar requetemuerta), y detuve a mi potra frente a una casa.

 

Y qué casa. Una delicia palladiana, inmensa, un paisaje muy particular, ventanas, columnas, un monumento de piedra blanca a la verticalidad, expansiva.

 

?Había una escultura en el jardín, delante de la casa, un ni?o espartano, un zorro furtivo medio escondido en su toga, el zorro mordiéndole el vientre al ni?o, royéndole los órganos vitales, el ni?o estoico sin decir nada, valiente, ?qué podía decir, mármol frío que era?

 

Había dolor en sus ojos, y se erguía

 

sobre un pedestal en el que había siete palabras grabadas.

 

di la vuelta a su alrededor y leí:

 

Sé osado,

 

sé osado,

 

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