Humo yespejos

que no sea así. Fue

 

 

un sue?o perverso. No le deseo tales sue?os a nadie.

 

—Antes de huir del osario,

 

antes de montar a la pobre Betsy y dejarla cubierta de sudor, antes de que huyéramos por el camino blanco, la sangre aún roja.

 

(?Y fue una cerda lo que degolló, Se?or Zorro?) antes de llegar a la posada de mi padre, antes de caer ante ellos enmudecida,

 

mi padre, mis hermanos, mis amigos…

 

Todos granjeros honrados, hombres a la caza del zorro.

 

Están pateando el suelo con sus botas, sus botas negras.

 

—…antes de eso, Se?or Zorro,

 

agarré, del suelo, del suelo ensangrentado, la mano de la joven, Se?or Zorro. La mano de la mujer que usted había cortado de un tajo ante mis propios ojos.

 

—No es así…

 

—No fue un sue?o. Alima?a. Es usted un barbazul.

 

—No fue así…

 

—Un Gilles-de-Rais. Un monstruo.

 

—?Y Dios quiera que no sea así!

 

Ella sonríe entonces, sin alborozo ni calor.

 

El pelo casta?o se le riza alrededor de la cara, rosas que se enroscan alrededor de una enramada.

 

Dos manchas rojas le arden en las mejillas.

 

—?Mire, Se?or Zorro! ?La mano! ?La pobre mano pálida!

 

La saca de entre los pechos (ligeramente pecosos, yo había so?ado con esos pechos),

 

la lanza sobre la mesa.

 

Está delante de mí.

 

Su padre, sus hermanos, sus amigos,

 

me miran con avidez

 

y yo cojo aquella cosa peque?a.

 

El pelo era rojísimo y apestaba. Tenía las almohadillas y las u?as ásperas. Un lado estaba ensangrentado, pero la sangre se había secado.

 

—Esto no es una mano —les digo. Pero el primer pu?etazo me deja sin aliento,

 

un garrote de roble me golpea el hombro, y cuando me tambaleo,

 

la primera bota negra me tira al suelo de una patada.

 

Entonces una lluvia de golpes me derriba, me acurruco y maúllo y rezo y agarro la pata con tanta fuerza.

 

Tal vez lloro.

 

La veo entonces,

 

la chica hermosa y pálida, la sonrisa le ha llegado a los labios, las faldas tan largas mientras se escabulle, los ojos grises, divertida hasta lo intolerable, de la habitación.

 

Tenía muchas millas que recorrer aquella noche.

 

Y cuando se marcha,

 

desde mi posición estratégica en el suelo, le veo la cola, el rabo entre las piernas; hubiera gritado,

 

pero ya no podía hablar. Esta noche ella estará corriendo a cuatro patas, a pie firme, por el camino blanco.

 

?Y qué pasará si vienen los cazadores?

 

?Qué pasará si vienen?

 

Sé osado, susurro una vez, antes de morir. Pero no demasiado…

 

Y entonces mi cuento se ha acabado.

 

 

 

 

 

REINA DE CUCHILLOS

 

 

La reaparición de la dama es cuestión del gusto de cada uno.

 

—Will Goldston, TRICKS AND ILLUSIONS[6].

 

Cuando yo era peque?o, de vez en cuando, pasaba unos días en casa de mis abuelos (ancianos: yo sabía que eran viejos,

 

pues nadie se comía los bombones hasta que yo llegaba, y eso, entonces, era envejecer).

 

Mi abuelo siempre preparaba el desayuno al alba: té para tres, ella, él y yo,

 

unas tostadas con mermelada

 

(hebras de plata sobre oro). La comida y la cena eran tareas de mi abuela, la cocina

 

volvía a ser su dominio, todos los cacharros y las cucharas, la picadora, todos los batidores y cuchillos, sus súbditos leales.

 

Solía preparar la comida con ellos, cantando sus cancioncillas: Daisy, Daisy, contéstame, por favor, o a veces,

 

Me hiciste amarte, yo no quería, yo no quería.

 

No tenía mucha voz, que digamos.

 

El negocio iba muy flojo.

 

Mi abuelo pasaba los días en la parte de arriba de la casa, en el cuarto oscuro diminuto donde no se me permitía ir, sacando rostros de papel de la oscuridad, las sonrisas tristes de las vacaciones de otra gente.

 

Mi abuela me llevaba a dar paseos grises por la rambla.

 

Principalmente, me entretenía explorando el peque?o espacio cubierto de hierba húmeda de detrás de la casa, las zarzamoras y el cobertizo.

 

Fue una semana difícil para mis abuelos, obligados a entretener a un ni?o ingenuo, así que una noche me llevaron al Teatro del Rey. El Teatro de…

 

?Variedades!

 

Bajaron las luces, el telón rojo subió.

 

Un cómico popular en aquellos tiempos

 

apareció, dijo su nombre tartamudeando (su frase típica), sacó una lámina de cristal y colocó medio cuerpo detrás, para alzar el brazo y la pierna que podíamos ver; al reflejarse,

 

parecía volar, era su sello característico, así que todos nos reímos y aplaudimos. Contó un chiste o dos, bastante mal. Su infortunio, su torpeza, eso era lo que habíamos venido a ver.

 

Desconcertado, casi calvo y con gafas,

 

me recordaba un poco a mi abuelo.

 

Y entonces el cómico había terminado.

 

Algunas se?oritas bailaron todo piernas por el escenario.

 

Un cantante cantó una canción que yo no conocía.

 

Los espectadores eran ancianos,

 

como mis abuelos, cansados y jubilados, todos se reían y aplaudían.

 

En el entreacto mi abuelo

 

hizo cola para un helado de chocolate y unos recipientes.

 

Nos comimos el helado mientras bajaban las luces.

 

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